El clásico sofisma de que los números no mienten se escucha una vez más: sus felices y desengañados cultores dirán que cosas buenas están pasando con el libro en nuestro país y el mundo. Digo sofisma porque los números claro que no mienten, así como tampoco lo hacen las letras o el código morse: miente quien hace uso de ellas.
Pero claro que sí. El dato duro está al alcance de cualquier hijo de vecino. Anoto lo que todo el mundo sabe. Un nuevo libro aparece cada medio minuto, ciento veinte, cada hora, dos mil ochocientos, al mes.
Si en los primeros cien años desde que el gran hombre de negocios llamado Gutenberg (re)inventara la imprenta (asunto ya hecho por los chinos mucho antes) se publicaron treinta y cinco mil libros, en los últimos cincuenta años, como cuenta Gabriel Zaid, la cifra llega cómodamente a treinta y seis millones de ellos. La biblioteca total de esta estrambótica cifra debería abarcar veintiséis kilómetros.
¿Y nuestra copia feliz del Edén? “¡A descorchar otra champaña por un nuevo éxito!”, se oye en solitarias oficinas gubernamentales. El porcentaje de lectores en Chile según una encuesta reciente de la UNESCO, sobrepasa a países como México, Perú o Colombia; a diferencia del 67% de estos últimos, sólo el 37% de los nuestros no lee ni el diario con el que envuelve los pescados y nuestra pesquisa de textos digitales en internet es la que más crece en el continente. ¿Ve?, me dice uno que otro detractor on line, “estamos” haciendo bien la pega.
Sin embargo, algo falla aquí. Caerá sobre mí una vez más el mote de pequeño burgués que no entiende que su lugar es la parte baja de la pirámide y que se deje de leseras; ya sabe, el típico resentido que vota por el patrón (porque cree éste que le va a dar plata, pobrecito) que te enrostra “y tú que tanto alegas, qué estás haciendo por cambiar algo”. Vale. Sé que es poco. Pero es más que molestar, de puro parqueado, frente al laptop, una noche de sábado. Aparte de escuchar sus sandeces trato de educar, advertir o al menos molestar con lo que estimo un par de verdades. Ejercicio en extinción en duda, porque puede que Chile y el mundo se llenen de libros, pero se están vaciando más y más de cultura.
Indigna que estas estadísticas no digan nada del precio vil y usurero de los libros, los más caros del continente, ¿también la cultura es un bien de consumo, señores mercaderes? ¿o es parte de alguna oscura estrategia de control social el limitar el acceso a la cultura?
Indigna que estas estadísticas nada digan de medievales cazas de brujas como la reciente pataleta de una Torquemada ariqueña contra un escritor local y su intento por difundir entre los estudiantes al degenerado Allen Ginsberg(¿?). ¿Qué viene ahora? ¿Prohibir a Rimbaud, a Verlaine, a Lewis Carroll, a Miles Davis, a Benjamin Britten y a cualquier artista que se haya declarado gay en un momento dado? ¿Qué tiene que ver la opción sexual con el talento?
Indigna que los chilenos (que a menudo mienten en estas encuestas) se declaren lectores ávidos de conocimiento pero que ocho de cada diez no entienden lo que leen y su vocabulario tenga un pobre promedio de setecientas palabras. Los tristes razonamientos del hombre de la calle, del futbolista o del honorable registrados por las cámaras de televisión son la prueba al canto.
Indigna estas encuestas no recojan el impacto mediático que detractores y defensores del ministro de Educación, académico connotado, protagonizaron al hacer un penoso copy-paste en la redacción de sus argumentos. Como docente uno debe evaluar con un dos a quien lo comete. Imagine la risa de sus alumnos hacia usted después de este incidente, colega. “Si la elite lo hace, entonces ¿por qué yo no?”
Indigna la cobarde complicidad de nuestros hintelectuales (sic), hoy absortos en la redacción de sus indulgencias culinarias y sexuales, (casi siempre apócrifas), antes de la historia que transcurre ante sus ojos.
Alguna vez el escritor dedicó páginas excepcionales a la filípica, a la catilinaria que corregía vicios sociales, y pretendía formar la mente y espíritu de un pueblo: un Cicerón, un Swift, un Flaubert, un Larra, un Borges poco y nada le valen al posmoderno escribano chilensis, un mero epígono, al final del día, de voces gloriosas muertas hace ya varias décadas.
Por eso descreo, observo, y tomo distancia, como aquel lúcido animalito de la Granja Animal de Orwell. Agite sus cifras todo lo que quiera, doctor, injúrieme por sus redes antisociales hasta el hartazgo si le parece, pero si se esfuerza a entender realmente lo que lee, se dará cuenta que los que realmente leen están marchando en las calles y proponiendo con lucidez, realmente, un mundo mejor.
Ellos sí tienen un mes del libro y la cultura de verdad, por ellos y para ellos sí vale la pena seguir escribiendo.