Mucho se habla hoy de la calidad de la educación, pero poco, en cambio, acerca de en qué se traduce concretamente ésta. La exigencia de contar con profesores bien preparados no pasa de ser una obviedad, llevando la discusión a un verdadero círculo vicioso, puesto que los malos profesores son, a su vez, el resultado de una deficiente educación no sólo en su formación profesional, sino en todos los niveles de la enseñanza.
El deterioro de la calidad de la educación chilena tiene muchas causas de muy diversa índole y se remonta a varias décadas, anteriores incluso a la dictadura. En términos generales, es resultado de la preponderancia asignada a lo cuantitativo por sobre lo cualitativo y a aspectos formales o accesorios por sobre lo sustantivo y medular, que es el qué y cómo se enseña.
Sin duda que el gran catalizador de este proceso fue el profundo cambio cultural acaecido en Chile con la llegada de los militares al poder, quienes, en su natural recelo de la cultura, se valieron de todos los medios posibles para neutralizarla.La instrumentalización de la televisión para idiotizar a la gente, la municipalización de la enseñanza pública y la privatización de la educación superior no son sino hitos de esa campaña.
Todo ello redundó en el descrédito del quehacer intelectual, en la banalización de la enseñanza y la sustitución de la mística del esfuerzo, en que se habían forjado las generaciones anteriores, por la aspiración al éxito rápido y fácil. Tal actitud se halla en las antípodas mismas del ideario de la instrucción republicana que llevó adelante en Francia Jules Ferry a fines del siglo XIX y que permitió a esa nación ser lo que es hoy.
Pero lo que aquí nos interesa destacar es el cambio experimentado por la enseñanza a consecuencia del desplazamiento del énfasis desde las humanidades o ciencias del espíritu hacia las disciplinas “científicas”, entendiendo por tales las ciencias naturales y matemáticas, vinculadas al desarrollo de la técnica, como una forma de privilegiar los conocimientos “prácticos” y facilitar una inserción temprana en la vida laboral.
Sin desconocer la enorme importancia de tales saberes, su estudio no puede ser a costa de disciplinas esenciales para el desarrollo de la inteligencia y la formación del carácter –en su sentido originario de personalidad moral– como son la Filosofía, la Historia, pero sobre todo el estudio del lenguaje, herramienta fundamental y condición de posibilidad de todo conocimiento.
Ello explica que desde antiguo el lenguaje haya sido objeto predilecto de la reflexión filosófica. Y es que el lenguaje, en cuanto facultad privativa de los humanos, está indisolublemente ligado al pensamiento, el cual no es otra cosa que el monólogo interior o diálogo del hombre consigo mismo, que se plasma en palabras cuya concatenación lógica forma el discurso.
El pensamiento es, pues, verbal, de manera que pensamiento y lenguaje se condicionan recíprocamente, puesto que toda experiencia se da inmersa en un determinado arsenal lingüístico que nos permite almacenarlas en el cerebro, y a su vez, identificar, clasificar y ordenar los datos del mundo exterior. En esto radican dos funciones esenciales que cumple el lenguaje: posibilitar el conocimiento o aprehensión de la realidad y procesar esa información conforme a criterios lógicos, clasificando los datos de la experiencia y estableciendo diferentes relaciones entre ellos; esto último es lo que constituye la capacidad analítica –crucial para el desarrollo de la inteligencia– en la cual la gramática juega un rol fundamental, puesto que no es otra cosa que la organización del pensamiento conforme a reglas de la propia razón.
Si bien el lenguaje es una facultad común a todos los hombres, adopta diversas formas concretas, dando lugar a los diferentes idiomas o lenguas, los cuales son manifestaciones de una determinada cultura en un tiempo y espacio dados. Los idiomas pueden definirse como el conjunto de signos y sonidos a través de los cuales podemos exteriorizar el pensamiento, posibilitando así la comunicación interpersonal, otra de las funciones consustanciales al lenguaje.
Para poder cumplir esta función cada idioma requiere necesariamente un cierto consenso en cuanto a su uso, pues una lengua dejaría de ser tal si cada uno empleara palabras que sólo él entiende. De ahí que el lenguaje tenga un fuerte componente normativo, por ejemplo, en cuanto a la formación de las palabras, la conjugación de los verbos y ciertas flexiones o cambios que sufren las palabras en función de otras, como la concordancia en cuanto a género y número o entre sujeto y forma verbal, etc., todo lo cual no es sino aplicación de la lógica que trasunta la gramática de la respectiva lengua, pues si bien las categorías gramaticales son las mismas para todos los idiomas, cada uno las organiza de una manera que le es propia, como lo refleja la etimología misma del término.
De esta forma, la lengua materna constituye un elemento esencial de la pertenencia a una determinada cultura, que junto con la raza, la religión, las costumbres, etc., condiciona la identidad cultural de cada individuo, esto es, el sentirse formar parte de un conglomerado humano con el cual se identifica, aunque al interior del mismo puedan existir diferencias regionales o derivadas de la edad o el nivel educacional.Pero por sobre esas diferencias, cada idioma expresa no sólo una distinta manera de decir las cosas, sino que, como certeramente señala el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, una particular concepción del mundo.
A la luz de las reflexiones anteriores, el deplorable uso del idioma por parte del chileno medio e incluso por gran parte de los “prohombres” de la elite nacional, es altamente preocupante, ya que, dada la interdependencia entre lenguaje y pensamiento, el hablar mal evidencia la incapacidad para pensar correctamente, además de una escasa o nula capacidad analítica.
Esto se observa ya en la pobreza de vocabulario (que refleja pobreza de ideas), el uso recurrente de palabras comodines o expresiones repetidas hasta la saciedad (signo claro de falta de rigor mental y de imaginación), las serias dificultades para entender lo que se lee o escucha y para expresarse en forma precisa y comprensible, todo lo cual es una consecuencia de la falta de lectura y del uso del diccionario.
Así lo demuestra el uso masivo de expresiones a todas luces erróneas e incluso ilógicas, tales como tumor “cancerígeno”, en lugar de canceroso (el sufijo –geno denota aquello que causa o provoca algo, pero no su efecto). Del mismo modo, no hay político que no declare estar “disponible” para realizar una determinada acción, no obstante que tal expresión significa aquello que está libre, vacante, listo para ser utilizado (sentido pasivo), pero no tener la disposición o voluntad de hacer algo (sentido activo), o sea, estar dispuesto. Peor aún es el uso reflejo del verbo omitir (“omitirse”) para expresar la intención de abstenerse de hacer algo.
Mención aparte amerita la acusada tendencia a repetir en forma completamente acrítica, esto es, irreflexiva, giros extranjerizantes en reemplazo de la correspondiente palabra castiza, que corre así el riesgo de caer en desuso; piénsese, por ejemplo, en “brasilero” en vez de brasileño o “tsunami” por maremoto.
Esto es particularmente frecuente en el caso de palabras inglesas, tales como “berries” por bayas, “controversial” en vez de controvertido, “performance” por desempeño o actuación, “mix” para referirse a mezcla o combinación de diversos elementos, “break” por interrupción o pausa, etc. Los ejemplos pueden multiplicarse hasta el infinito.
En otros casos, las palabras foráneas se adaptan a la dicción castellana, extrapolando su acepción original a nuestro idioma, en el cual la palabra ya existe, pero con un significado distinto. Es lo que se conoce como falsos cognados, un vicio común en las malas traducciones.
Ejemplos de ello son el uso cada vez más frecuente de palabras tales como patético, en el sentido de torpe o ridículo, mientras que en castellano significa algo que infunde una profunda aflicción. Otro tanto ocurre con bizarro empleado como sinónimo de raro o extraño, pero que en castellano equivale a valiente, gallardo; también con dramático para denotar significativo, considerable, acepción que no tiene en nuestro idioma.
Estas tendencias revelan algo muy característico de la idiosincrasia chilena: su absoluta falta de identidad cultural y su actitud proclive a copiar todo lo que foráneo, especialmente cuando proviene del ámbito anglosajón, pero también de Europa, sobre todo de España (como el “leísmo”), sin detenerse a pensar si es correcto o no, en el convencimiento de que al hacerlo el individuo se eleva por sobre el resto, lo que recuerda la teoría platónica de la participación en el mundo de las ideas, representado en este caso por aquel mundo al que aspiramos.
Todo esto es muy sintomático de una tremenda inseguridad en nosotros mismos y de un inconsciente rechazo de lo que somos.