Jorge González no deja de enseñarnos. Es cierto que con la cantidad de éxitos que tiene a cuestas era difícil hacerlo mal en Viña, pero su solidez, su actitud, su gusto musical y su crítica política, simplemente fueron aplastantes.
Su banda soporte tomó la tarea de acompañar a Jorge con la pasión de quién ve uno de sus sueños hechos realidad. Por otra parte, la actitud de armar su show con músicos jóvenes pero ya consagrados, habla de su preocupación por la movida escena musical chilena.
Enfrentando sus años con su pelo completamente encanecido, aunque vistiendo casi como un adolescente, nos dio una bofetada de símbolos musicales, sus canciones. Varias de las cuales de la época pos-Prisioneros, de su feliz álbum de Miami, que muchos criticamos duramente en aquellos años.
Decíamos que González era la prueba de que para la buena música lo mejor era estar siempre deprimidos, tristes, en malos tiempos, y que en ese momento de felicidad Jorge había hecho temas banales, comerciales e incluso estúpidos. Pero como casi siempre sucede nos equivocábamos.
Escuchados y comprendidos a la distancia, “Una casa en un árbol” fue un verdadero adelanto de lo que sería la naciente clase de profesionales jóvenes producidos por “esa cosa llamada educación”.
Además de una hermosa melodía, o quizás por eso mismo, sería la música con la que bailarían esos nuevos jóvenes, asexuados, desprejuiciados de todo eso de “la voz de los 80”.
Otra mención aparte para el mensaje a Bachelet. Dentro de toda la agotadora expectativa del silencio de la supuesta candidata, esto es lejos lo más claro y asertivo que alguien le ha dicho.
Nueva constitución o nada, ¿comprendido?
Para qué se molestaría él mismo en volver a cantar las mismas canciones que ya nos sabemos de memoria y que ha repetido tanto.
Para qué bancarse a los insoportables animadores y el show de una antorcha y otra y que “porque el público lo pide… gaviota de oro.”
Para qué abandonaría Berlín sino que para decirnos un par de cosas por su nombre, y recordarnos que la música se resiste a cualquier análisis, y no es otra cosa que uno de los más fuertes vínculos con el mundo, una forma de asir la realidad.
Para recordarnos que no importa si está permitido o no mostrar las entrañas en el escenario, que se puede cantar la rabia y la ternura, y que con un poco de esfuerzo se puede transformar la palabra cantada en el acero más afilado.
Por eso, aunque sin su permiso, me afirmo en él para decir, a quienes hayan mal hablado alguna vez de la popularidad de Los Prisioneros gracias a su poca calidad y complejidad musical, a los amantes de las frecuencias estables, a los sensibles de la interpretación, a los pregoneros de las artes superiores y de las obras universales, nada de eso existe.
Son puros cuentos para ejercer poder, como casi todo discurso por supuesto. Solo hay un fluir de sonidos que nos envuelven y nos confunden, y que nos hace tan constructores de esa música como quienes aprietan los botones.