De de vez en cuando se invoca a una cierta “madre de todas las batallas”, sugestiva metáfora que evoca uno de los aspectos más propiamente humanos: la violencia. Ejercida y justificada con renovados bríos contra la naturaleza y nosotros mismos. La tala de bosques ha sido una pasión predominante. El hombre es el lobo del hombre, dijo un filósofo. Debemos hacer del humanismo una experiencia que se viva bajo la forma de odio y agresión, afirmó otro.
¡Sé cruel! La agresión es el único modo de expresar la subjetividad. Que todos se dejen llevar sin culpa por su entusiasmo, recomendaban los estudiantes franceses en mayo del 68.
Una diosa del celuloide declara. “Sí. Me gustan las corridas de toros y el boxeo. ¡Son un festejo de la violencia! Y estoy a favor de ella. Somos violentos, mi trabajo como actriz es mostrar la verdad. Y la verdad es ésa.”
El surgimiento de la propiedad privada en las sociedades primitivas explicaría el nacimiento, desarrollo y universalidad de esta valquiria.
Aunque el primer crimen registrado fuera por envidia o celos profesionales: Caín ensañado con Abel porque Jehová –tenía sus inclinaciones gastronómicas el caballero- ignoró las ofrendas vegetarianas del agricultor pues fueron más de su gusto los corderos sacrificados por el pastor.Lo cierto es que no pudimos ser sin guerras, pillaje y asesinatos, sin astucia y mala voluntad; acaso el factor karamazoviano lo impidió.
Bueno, las cosas progresan debido a su lado malo, decía un teórico. Algo así como que la guillotina fue un avance respecto de la hoguera y otras categorías de muerte lenta.
Cuando las carabelas anclaron en las costas americanas sólo traían símbolos e instrumentos diferentes para excusarla y sostenerla, pues ya era antigua en estas latitudes. Los aztecas aunque cultivaban modales y estimaban al egoísmo signo de mala educación, no tenían mayores inconvenientes para hacer miles de sacrificios humanos en beneficio del Gran Templo y sus dioses.
En el nuevo mundo los conquistadores cotejaron fuerzas con imperios. Éstos, sin la rueda ni pólvora, acumularon riquezas enormes, ciencia, arte, construcciones, conflictos y miserias: “Macchu Pichu, pusiste / piedra en la piedra y en la base, ¿harapo?”
Y fuimos frutos de la violencia. No únicamente de ella pues tenemos registros más variados, pero nos impregnó desde los inicios. Arcabuces, espadas, cruces y “las sábanas de arriba y de abajo”, explican en gran medida nuestra historia. Oro y sangre en los orígenes y también confusas palabras para acreditar el triunfo de una cultura sobre otras. Civilización, espíritu, valores, ideales: melifluas abstracciones cuya música disimulaba astutamente las prosaicas condiciones materiales.
Ciertamente, esta cruel celebridad es ecuménica pero no todas sus formas poseen señorío.Particularmente cuando se institucionaliza, sobrada de atrocidades e impunidad, constituyendo la esencia misma de regímenes políticos de distinta tonalidad.
En la perspectiva hegeliano marxista tuvo prestigio y sentido creador avalado por grandes revoluciones. La humanidad podía estar tranquila, se superaba a sí misma gracias a la función mayéutica de esta comadrona. Optimismo a toda prueba. Sin embargo, después del naufragio socialista se ha desgastado su carácter épico, romántico y feraz. Deshonrada, se vincula a dudosas causas, se vuelve indigna, despreciable, delincuencial.
Ahora somos liberales y devotos del mercado. Entonces, la trasnochada actriz se las arregla para manifestarse en una forma más “espiritual”, como dinero y bien provista de su lógica contante y sonante. Acomodo dúctil, refinado y causal de mayúsculas odiosidades, fácilmente observables. La figura no es nueva (“Poderoso caballero es don dinero”, advertía Quevedo), sólo tiene más relieve y presencia en la modernidad nuestra de cada día.
Tratándose de humanismo, encuentro o equidad, poco puede esperarse de la trinidad: propiedad privada, mercado y plusvalía, como la llamaba el señor de Tréveris. Pues sus potencias nos sojuzgan mientras sus engolados pontífices difunden egolatría y hedonismo, y nosotros lo aceptamos creyendo en sus virtudes heráldicas. Alberto Hurtado se preguntaba si Chile era católico. Hoy, los obispos, con idéntica inquietud, se interrogan acerca de si somos o no solidarios.
Variaciones sobre el mismo tema: el ethos nacional.
Así las cosas, cualquier adolescente comprende sin mucho esfuerzo que si tiene vocación para estudiar pero carece de medios económicos, es igual a que no la tuviera. Aunque, claro, podría ser ayudado mefistofélicamente por el sistema, cuyo maridaje de universidades con bancos transando “carteras de alumnos” retoza en festivos cruceros “por las heladas aguas del cálculo egoísta”. Es el engranaje empresarial anteponiendo el lucro, explícito o encubierto, al derecho a una buena educación gratuita.
Entretanto la oferta continúa estimulando nuestro entusiasmo consumista con pseudo necesidades y placenteras dependencias; frágiles y atractivas seducciones que exigen más y más. Más metálico, se entiende, aunque sea plástico e implique las ferocidades del crédito. Es la verdadera urgencia: “Vento, mucho vento, yo quiero vivir”, cantaba una aventajada heroína de Discépolo.
Ignorar a esa trinidad se paga a un altísimo costo, dice un poeta chileno: pobreza, marginalidad y locura.
Y la jocunda diosa se las arregla para “seguir el corso”, con seguridad riéndose a gritos del Día Internacional de la No Violencia (ni qué decir de esos congresistas nacionales que, postergando sus frecuentes jornadas boxísticas, redactaron una rimbombante declaración en su contra). La vemos saludable y confiada en un mundo exuberante de conflictos armados, ocupaciones militares, armas nucleares, pobreza, explotación económica, destrucción del medio ambiente, prejuicios raciales, religiosos, sexuales.
Pues la violencia no es más que otro rostro del ser humano, no de cómo debería ser sino de cómo es. En otras palabras, un animal poco recomendable.