¡Aro, aro, aaroo!… Muy bien, ahora que ya he llamado su atención, permítame distraerlo de sus obligaciones propias de la ociosidad que, merecidamente, le ha arrebatado a su enfurruñado jefe (claro, crecemos al cinco por ciento, bajó la pobreza y estos desagradecidos que no dejan de quejarse), para dimensionar el sentido de la fiesta que ya, era que no, ha estado celebrando con tantas ganas desde hace rato. Quizás hay muchas cosas que desfilan por su cabeza, quizás mucho le han dicho sobre ella y, que probablemente poco le importa si hay un trozo de asado y un vaso de vino, aunque sea litreado, cerca.
¿Qué importa que nuestro primer acto soberano fuera el de un grupillo de ilustres vecinos criollos ofreciéndose a cuidarle el fundo al coronado patrón español en su ausencia, víctima de la paliza napoleónica, en medio de la desconfianza (¿aturdida?, ¿lúcida?) del pueblo, protagonista muy posterior y, algo renuente, de nuestro proceso emancipador que empezó mucho después?
¿Qué importa que la voz de ese pueblo tan entusiasta con la fiesta y la bandera, su verdadera voz que trabajó la tierra y peleó en las guerras que forjaron su identidad, no se escuchara por siglos y que la expresión verdadera, popular de la chingana y la fonda fueran proscritas tantas veces, por atentar contra la moral y las buenas costumbres, legisladas por una minoría oligárquica que hacía la vista gorda de sus propias prebendas y que los silenció bajo la culpable falacia de que sólo brutalidad y violencia salían de sus ebrios labios y que la razón sólo era patrimonio suyo?
¿Qué importa que, salvo honrosas excepciones, la historia siempre la escribieron en Chile los vencedores?
¿Qué importa que la buena cueca zapateada y escobillada como Dios manda haya sido una modificación autóctona de un baile afuerino?¿Qué importa el hecho de que numerosos y píos legisladores intentaron prohibirla una y otra vez por sus “lascivos” movimientos y que nada menos que un decreto del Régimen Militar recién la convirtió en baile nacional a mediado de los setenta?
¿Qué importa que nos esforcemos tanto por aprender sus pasos si a los veinte minutos el fondero va a reemplazar sus síncopas picarescas por la cumbia y el burdo reggaetón más rentables y que le aseguran casa llena por tres horas?
¿Qué importa que ni la empanada sea invención local, ya que existía a lo largo de todo el Mar Mediterráneo y que forme parte de la larga lista de cosas que, salvo el tostador y el pilucho de guagua, no hemos creado y que nos hemos apropiado con entusiasmo de otras culturas?
¿Qué importa que, por un rato, nos gusten las payas y nuestra habla popular y dejemos un rato de lado el delivery, el trendy topic, lo hot, las sales, el running o el outsourcing?
¿Qué importa que no tengamos ni carnaval ni corridas de toros porque fueron asimismo vetadas por decretos coloniales, pero que se haya librado ese resabio bárbaro y tan popular y multiestratificado que es el rodeo, pese a su notorio carácter de matadero en cámara lenta y en vivo?
¿Qué importa que más de algún vociferante patriotero, que, como ha ocurrido antes, odiará estas notas, escoja estas patrióticas fechas para escaparse al Caribe o a Estados Unidos donde claramente no bailará “el costillar es mío” ni va a degustar un anticucho con un “terremoto”?
¿Qué importa si no te disfrazaste de huaso en la previa de tu trabajo, si pocos citadinos han experimentado realmente la vida del campo, y que debes admitir que tu bucolismo ocasional es más bien impostado?
¿Qué importa si sólo ahora te acuerdas de la payaya, de los volantines y el trompo que insistes en poner entre las manos de tu hijo que protesta porque tiene que dejar de lado el play o la pelota firmada por Alexis, porque el que recuerda borrosamente su infancia eres tú y lo fuerzas a él a escenificarla?
Si un pueblo sabe realmente quién es, si entiende el devenir de su cultura, si realmente aprendimos algo de tolerancia, de respeto, de igualdad, libertad y fraternidad estos 202 años, si aceptamos que el nuestro aún es un país joven, una nación a medio terminar, pero que conoce su historia y se enorgullece auténticamente de ella, entonces disfrutaremos realmente estas fiestas, miraremos Chile con otros ojos, así como a su gente y sus costumbres.
No como una bandera, un baile o un traje elegante congelados en el tiempo, sino como algo vivo y real, en permanente cambio.
Si no lo tienes claro, ahí están los libros, y tus antepasados, si lo tienes claro, ¿qué esperas que no vas a buscar esa copa y brindas por el país que todavía nos falta?