La contingencia es una especie de huracán en miniatura: arrastra por semanas el interés de los medios, acaba contundentemente con procesos y problemas que se han ido incubando previamente y se desvanece, tan fácilmente como vino, de nuestras memorias excesivamente cortoplacistas, memorias intoxicadas, al final del día, por toneladas de información inútil.
Así, el cálculo municipal le hizo olvidar a gobierno y oposición que el conflicto estudiantil aún gozaba de buena salud, pese al señorial ninguneo de palacio al que se acostumbró el Mineduc, se soslayaron brutalidades policiales, pobrezas que en realidad no retroceden, nuevos escándalos bursátiles que reviven palpitantemente el síndrome La Polar y etc.
Panelistas de toda laya, posición social y coeficiente intelectual brindan diagnósticos, recetas, se ofrecen como médiums, exorcistas, para intentar explicar, acallar, reducir, no sólo lo que vemos tras nuestras pantallas planas, sino lo que hacemos en ellas mismas.
Pero los sucesos siguen pasando, vertiginosos; es verdad que, a diferencia de otros lustros, éstos se comentan profusa y hasta irresponsablemente, pero pronto se les propina un sonoro “next!” porque el auspiciador decidió que suficiente y que hay que promocionar la próxima colusión… perdón, promoción.
Un hecho reciente, detonado por la estolidez de algunos periodistas faranduleros deja un par de advertencias que la contingencia, con viento fresco, pareció, una vez más dejar atrás.
Sin embargo, ante el “¿ya fue?” de rigor, no estoy seguro de que la respuesta sea tan simple, o cómoda.
Los hechos que denominamos noticias no son faldas a la moda, entretejen de un modo u otro nuestra historia y deben saber leerse antes de propalar cualquier verborrea de opinólogo discotequero. Recientemente, la irresponsabilidad y el malentendido lingüístico, que han provocado incluso guerras, estuvieron así de cerca de convertirse en algo más que una anécdota.
Amparados en una extraña pretensión neocolonialista, un grupo de bien remunerados palurdos viajó al Amazonas peruano a fingir una riesgosa coexistencia con lo que los chilenos creen tribus salvajes e indómitas.
Como nuestro complejo de inferioridad insular no tiene límites, un pujante canal privado decidió llevar nuestras ínfulas de superioridad económica y cultural más allá de nuestras fronteras, en una versión con sabor a empanadas y vino tinto del colonialismo del hombre blanco que, en alguna parte de nuestra psiquis neurasténica, creemos ser.
No es Lord Mountbatten, no es el Doctor Livingstone, no es el Capitán Cook, ni siquiera el mediocre Ricardo Astorga: es Pablo Schilling, Huaiquipán y un grupito de lo más selecto de lo nuestro, haciendo las veces de conquistadores, civilizadores entre atrasados hombrecillos de piel oscura.
Tal es el relato del que hizo gala nuestra televisión en horario estelar, durante semanas, de modo impune, no faltó el chiste xenófobo, el comentario mal intencionado, hasta que la paciencia de nuestros vecinos peruanos llegó a su límite.
¿Sobrerreacción? ¿Hiperventilación? No, eso es especialidad de la casa. Este clubcillo de exploradores se topó con gente que sabe defender lo suyo.
Conocido es el tradicional rencor que, quiéralo o no, persiste en el subconsciente del pueblo peruano, que no olvida las humillaciones de una guerra que perdieron ante nosotros.
Atrocidades que prudentemente omitimos de nuestros épicos libros de historia, como la ocupación de Lima, resurgen, de cuando en cuando, en la mente de muchos peruanos, sobre todo, cuando nos oyen jactarnos de modo tan grosero de nuestra supuesta supremacía.
La estabilidad macroeconómica y política chilena es una realidad de facto, a un costo social altísimo, está claro. ¿Pero nos autoriza la contingente burbuja económica a seguir ninguneando a una nación con un capital cultural mil veces más cuantioso?
¿Puede la señora teñida de la esquina o el gordito que se atraganta con el completo nombrar cuántas culturas se sucedieron en Perú, mucho antes de que alguien quisiese colonizar nuestra entonces inhóspita tierra?
¿Puede el obrero de la contru o el oficinista parrillero disimular su tez morena o el apellido materno en mapudungun?
Peor aún, descalificamos a los Bora, una de las tantas etnias de la cual los peruanos muestran legítimo orgullo, “Bora Bora”, repetimos en un burdo error del cual se nos intenta sacar, pero la sordera de quienes llamamos equívocamente líderes de opinión colinda con lo aberrante.
Ante el trato incomprensiblemente vejatorio a uno de sus representantes, las figurillas del canal privado opusieron aún más soberbia, sugiriendo, escandalosamente, que fueron ellos quienes, en efecto, llevaron trabajo y prosperidad a estas gentes. Curioso gesto para quienes hacen oído sordo a la pobreza y represión cruenta de nuestra propia etnia mapuche.
Admiramos, en nuestra cínica timidez, a quién “dice lo que piensa”, gente con escasas letras que escupen los burdos caprichos que se les vienen a la cabeza por olvidarse del antidepresivo que les tocaba a esa hora.
Bora Bora queda en la Polinesia, señora, tal vez ahí es donde el chileno, estresado, mareado, angustiado, quiere vivir, y no en este cajón montañoso que se terremotea cada cierto tiempo.
Alguien debería callar a estos bravucones de horario estelar, que fácilmente nos indisponen con el resto, que arrastra al resto en su ignorancia arrogante, la peor que existe, y nos incita a un chauvinismo que debe hacer que europeos y estadounidenses se retuerzan de la risa en el suelo.
Así que, señores, llévense sus complejos e idioteces varias a esa Bora Bora de pacotilla y de verdad piérdanse, que el resto bastantes problemas tenemos con… la contingencia llamada realidad y sus insospechadas ventoleras.