Todos los días y varias veces al día nos encontramos con la comida. Desayunamos pan con palta, disfrutamos un café cortado a media mañana, almorzamos rápido riéndonos con los colegas y en la noche salimos a comer, más o menos acompañados.
Vamos al súper o al almacén de la esquina, a la feria del barrio, alguna vez a la Vega.
Seleccionamos los ingredientes y a veces cocinamos. Algunas veces preparamos algo rápido para salir del paso y otras estamos todo el día cocinando para los amigos queridos que llegan en la noche.
A veces encontramos que la comida está cara. O que está mala o añeja, o fea, o exquisita, o evocadora, o peligrosa, o nutritiva, o engordadora y así. En general, nos gusta opinar sobre la comida.
A veces nos dicen que la comida es medicina o veneno, o que es felicidad o pecado.
A veces la comida nos reconforta o nos acompaña; otras, por exceso, nos castiga.
A veces nos cuentan historias terribles sobre cómo nuestra comida fue producida o procesada, pero la mayoría de las veces no nos importa demasiado.
Lo único cierto de todo esto es que debemos comer, y que en vistas de esto, en algún momento debemos elegir qué comer.
Elegir qué comer es complicado, más aún cuando en esta elección hay potentes elementos económicos, políticos y medioambientales en juego (tan mezclados como un charquicán).
La comida es una realidad compleja en la que confluye una multiplicidad de factores culturales fuertemente arraigados, políticas económicas y de salubridad (nuevas y obsoletas), además de condicionantes socioeconómicos que determinan (o más bien restringen) el acceso a los alimentos.
Además, la elección de los alimentos nos tiende a parecer algo moralmente neutro: en el súper elegimos las verduras como quien elige calcetines o papel higiénico. Esta elección no ha sido vista como algo sobre lo que haya que pensar demasiado, al menos en nuestro país.
Tendemos a considerar para esta elección, aparte del gusto y las preferencias personales, los efectos que la comida puede tener de la boca para adentro, y, a lo más, para nuestros bolsillos. Como tercera cosa, queremos también comer rápido.
Lo cierto es que el chileno promedio quiere comer sano para no enfermarse, comer barato para no arruinarse y que todo este trámite no nos haga perder mucho tiempo. Este pensar se resume entonces en varios tags: barato, rico, mayonesa, pan, suchi, completo, calorías, azúcar, rollo, asado para ver el partido, sopapilla con mostaza a la pasada, superocho.
Paradójica y lamentablemente, lo cierto es que el chileno promedio gasta bastante dinero en comida (mayormente por falta de tiempo) y también está muy enfermo. La horrible cifra del Minsal de un 30% de obesidad en primero básico es suficiente para apoyar esto.
¿Dónde están los límites de nuestro pensar sobre la comida? Los límites son boca-guata-bolsillo-reloj.Claramente es un ámbito bastante estrecho. Estamos pensando desde la individualidad más egoísta.
No hay conexión ni con la tierra ni con la justicia hacia los productores de alimentos ni nada que no sea “yo y mis problemas”.
¿Y dónde deberían estar estos límites? Me parece que muchísimo más allá. Así como cambiamos el chip de la basura y ahora lo pensamos un poquito más y nos importa y reciclamos y les enseñamos eso a los niños, lo mismo debe ocurrir con la comida.
¿Cuáles deberían ser entonces, los límites de nuestro pensar sobre la comida, si es que queremos comenzar a delinearlos?
Pensar en serio sobre estos límites implica afirmar una cosa y creerla desde lo más profundo: ¡ Es posible pensar sobre la comida!
No sólo comerla, comprarla, prepararla o digerirla: ¡pensarla! Masticar ideas sobre nuestra alimentación, la del mundo, sobre la distribución y calidad de la comida, sobre su producción. Todo eso es lo que se puede pensar. Y, como algún profe de filosofía les habrá dicho: para el pensar no hay límites.
Mire su café y pregúntese de dónde viene, cómo fue transportado y, sobre todo, si fue justo el pago y el trato que recibió Juan, el veinteañero que sacó las bayas de café en el cafetal.Pregúntese si en ese cafetal rociaron pesticidas tóxicos, y pregúntese si a Juan le dieron una mascarilla o no.
Pregúntese también si esos pesticidas siguen ahí, en su café, o si el manejo que hubo con ellos fue el adecuado y los químicos se esfumaron antes de que Ud. bebiera su cafecito.Ojalá.
Insisto: pensar sobre la comida es algo que se puede hacer. De hecho, hay muchísimo que pensar sobre la comida.
Al fin y al cabo, la comida es la parte del mundo (que por nuestra propia voluntad) pasa por nuestro cuerpo.
Pensar sobre ella debería instantáneo, pero hemos convertido el acto de comer en un acto casi irreflexivo. Digo “casi”, pues pensamos el efecto que la comida va a tener en nosotros, pero no pensamos en el efecto que nuestro plato de cazuela tuvo en la tierra, el efecto que el cultivo de la papa, el choclo, el zapallo, los porotos verdes y el resto de los ingredientes tuvieron para un pequeño productor en Lolol.
No pensamos si el productor recibió lo que le correspondía o si se dañó la tierra al cultivar choclo por dieciocho años seguidos en el mismo lugar.
Tampoco pensamos en la receta; tremendo pedazo de cultura e historia que recibimos en un plato con baranda.
No pensamos en la persona que cultivó el cilantro que le pusimos encima.
No pensamos en que este durazno que me estoy comiendo en pleno junio, contra temporada, gastó más combustible que si fuéramos a trabajar toda la semana en auto.
No pensamos no más.
Esta columna es una invitación a pensar la comida ya no en virtud de lo que ella nos hará a nosotros, si no que a pensarla considerando las consecuencias que tiene para el mundo cada una de nuestra elecciones alimentarias.