Finalizaba el siglo diecinueve. La crisis del trigo arrasaba con los campesinos de la zona central de Chile. Décadas de exportaciones, primero a California, después a los mares del sur y finalmente, temerosamente, a Inglaterra, se agotaban.
Sembraban y sembraban en el Maule, en Parral, en Cauquenes, en las lomas suaves de la costa y no había a quién vender el grano dorado. En esos años se abrió la Frontera. El ejército victorioso de Lima volvió lleno de bríos y se introdujo sin respeto en la Araucanía.
Los que allí vivían le opusieron heroica resistencia. Un cuatro de noviembre del año ochenta y uno asaltaron todos los cuarteles. No fue suficiente. Fueron sometidos, radicados, llevados a reducciones y el campo salió a remate.
En las Juntas de Almoneda, como se llamaban esas casas de remates, se vendían los campos del sur. Al mejor postor. Palos blancos postulaban por los campos de Pailahueque, Lautaro, Victoria (por homenaje a la de Lima, de Chorrillos y Miraflores).
A Talcahuano llegaban los inmigrantes de Italia que iban a instalarse en Capitán Pastene, la Nueva Italia, a Gorbea los holandeses desgarretados de la Sudáfrica de los Boers, los Suizos instalándose en Traiguén y un sin fin de humillados que buscaban un lugar dónde rehacer sus vidas rotas.
Ante la noticia, los campesinos de Parral, los Reyes Basualtos por ejemplo, de Cauquenes, de Linares, amarraron sus caballos, enyugaron sus carretas, juntaron pilchas y niños chicos, y se las emprendieron para el sur. Eran caravanas de pobres que iban en busca de una tierra de promisión. Una historia oculta en la bella historia contada de Chile.
Temuco recién estaba organizándose. Era un cuartel y algo más: Fuerte Temuco, un enclave de La Frontera, como hasta el día de hoy. Llegaron con sus carretas, sus animales flacos y runguientos, sus niños llenos de mocos y con hambre. Buscaban tierras. Pero no las había. Todas se habían rematado al mejor postor. Los Riescos, Alessandris, Domínguez, Bunsters, y tantos otros, habían copado el terreno. No había lugar para ello.
Vámonos para el otro lado, dijo uno, y los demás lo siguieron. La caravana comenzó su lento andar por los pasos cordilleranos. Miles de desarrapados, pueden ver las fuentes en otros escritos más sesudos, cruzaron la Cordillera hasta el Neuquén.
Había un Cónsul de Chile en ese lugar perdido que informaba al Supremo Gobierno de Santiago del arribo de miles de chilenos muertos de hambre. Ahí están los archivos ocultos. Se fueron instalando en el Alto Valle, hasta que fue mucha la gente y no hubo más espacio. Debe haber sido el comienzo ya del siglo veinte.
¿Qué hacemos? dijeron los que recién llegaban. Vámonos para el sur. Y siguieron su camino. Unos se fueron instalando en lugares vacíos, otros no les parecía agradable el viento que soplaba sin parar. No hay nada dónde sembrar dijo otro, recordando el suave verano de Linares.
Mandaron unos emisarios. Al igual que en la historia bíblica, volvieron meses después contando que había un valle donde “manaba la leche y la miel”. Que había un enorme lago, de aguas cristalinas y tranquilas y que allí el clima era animoso y sobre todo parecido al que habían dejado en la zona central de Chile. Subieron a sus carretas a los niños de mocos colgando, amarraron los pocos animales flacos que les quedaban y se las emprendieron rumbo al sur.
Grande fue su alegría cuando al cruzar un estero, encontraron un hermoso valle, a las orillas de uno de los lagos más grandes que uno se puede imaginar. Repartamos la tierra en términos iguales se dijeron. Y así lo hicieron.
Plantemos álamos para recordarnos de nuestra tierra de Linares, Parral, de dónde venimos. Y así lo hicieron.
Sembremos trigo, plantemos duraznos, membrillos, y se daban bien. Las casas las fueron haciendo de adobes, pero en vez de tejas de greda les fueron poniendo tejas de alerce, que sobraban en el campo. Mixtura maravillosa de la zona central de Chile con la Patagonia agreste del Lago que después se llamaría General Carrera en los mapas.
Una vez más habían encontrado el lugar de la utopía. ¿Y cómo le llamaremos? se dijeron. Y a uno, quizá inflamado de recuerdos y nostalgias, se le ocurrió: bauticémoslo como “Chile Chico”. Ese Chile esquivo, ese que no nos dejó lugar dónde vivir. Este será nuestro pequeño país.
Si uno se acerca al cementerio de Chile Chico verá en las tumbas inscrito: “Nacido en Parral, muerto en Chile Chico”. Los pelos se paran de pura impresión.
Pasaron los años. Nadie sabe qué ocurrió en ese tiempo de bondad, de pioneros trabajando, haciendo canales de regadío, plantando frutales y álamos, trasladando el paisaje del Valle central a la Patagonia. No hay recuerdos de esos casi treinta años en que vivieron allí sin que nadie los molestara.
Pero un día, mal día sin duda, aparecieron unos uniformados. Les dijeron palabras incomprensibles. Que el Supremo Gobierno, el de Santiago, había entregado todas esas tierras a una sociedad que se llamaba algo así como Sociedad Explotadora del lago Baker y que tenía su sede y que tenía su factoría en Puerto Aysén.
Esas casas blancas que hasta hoy se ven y que quizá son el centro cultural donde están las negociaciones frustradas, o quizá me equivoco. Pero lo peor fue que les dijeron que eran “ocupantes ilegales”, y por cierto que tenían que irse. Que no eran propietarios, que estaban allí en forma fraudulenta, en fin, quedaron mudos.
Lo que sigue es una larga historia. Es casi la historia de la mitad del siglo veinte de Aysén. De Punta Arenas enviaron tropas para expulsar a los ilegales. Estos se atrincheraron. Con mosquetes y escopetas para cazar conejos les hicieron frente.
Los valientes soldados salieron arrancando. Años atrás un hermoso viejo, de ojos azules como aguas, me contó lo que había ocurrido. No se si lo vivió o se lo contaron sus padres.
Las tropas se fueron y ellos se quedaron pensativos, eligieron unos delegados. Les ensillaron unos caballos y cada uno llevaba su “pilchero”, el jamelgo en que llevaban “las pilchas” y partieron por la Patagonia a Punta Arenas, a negociar su libertad.
La “Batalla de Chile Chico” es una de las pequeñas historias maravillosas de este maravilloso país. Se me viene a la memoria cuando veo lo que ocurre en Aysén.
Continuarán estas Crónicas.
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