Aysén, siempre fue un lugar de brumas. Los marinos cruzaron el Estrecho de Magallanes y huían de la costa. Era procelosa. Traicionera. Había que adentrarse en el mar profundo del Océano Pacífico. La costa se les aparecía llena de islas, fiordos, tempestades que llevó a instalar el nombre temible del Golfo de Penas. Quizá no ha habido otro lugar en el mundo, en su geografía, más misterioso que la Trapananda.
¿De dónde vino ese nombre tenebroso?
En los mapas antiguos era una zona vacua. Allí no vivía nadie. Algún barco se encontró una tarde fría con alguna canoa de seres desarrapados. Se allegaban a babor y hablaban en lenguas incomprensibles: alacalufe, dicen que decían. O así los oían.
Probablemente los saludaban, ¿cómo están? ¿Los queremos? ¡Vaya saber qué misteriosas palabras! Les llamaron “Alacalufes”. Gusinde los tradujo al alemán: “Alakaluf”. Los sin nombre.
Cuando siglos después los trataron de domesticar, les pusieron apellidos inicuos. Si los encontraban en Puerto Edén se llamaron Juan Edén; si las canoas encontradas estaban en el canal de Wellington, les denominaron como el canal, si el misionero italiano los encontraba en una isla perdida le ponía su nombre, así se llama hasta hoy don Carlos Remchi. Son los únicos chilenos sin nombre.
Años atrás me encontraba en una biblioteca norteamericana que posee los libros más curiosos y extravagantes que hay en el mundo. Allí en medio de las brumas de un invierno nevoso del medio oeste me encontré con el Viaje de Robertson. Dicen los especialistas que hay cinco ejemplares. Lo abrí entre almohadillas que me colocaba la bibliotecaria de modo que no se dañara. Me fui maravillando con la historia.
Un viajero inglés, Sir Francis Drake, que se transmuta después en Robertson, viaja por los mares del sur, se pierde en una tormenta, y cuando se disipa la bruma, arriba a lo que hoy día sería Puerto Aysén.
Antes de leer ese libro del siglo dieciocho, había llegado a ese puerto en un pequeño barco y no me cupo ninguna duda que se refería a ese lugar mágico.
Drake o Robertson atraca el barco despanzurrado por la tormenta a la orilla, lo amarra a un árbol fuerte y bajan a un prado de verdes aromas. En eso divisan a unos caballeros, bien vestidos, a la usanza inglesa, unas damas hermosas y alhajadas, que los saludan de manera cordial. Se entienden en algún “esperanto” de esa época.
Lo conducen por unos senderos llenos de flores hasta un lugar maravilloso. Casas, palacios, edificios hermosos, jardines llenos de flores y árboles frondosos. El Paraíso o la Ciudad de los Césares, tan buscada por los españoles.
Allí encuentra la sociedad perfecta. Sabores de Rousseau, vida natural, aire libre y puro. Le dice que en esa sociedad todos son felices. La historia es larga y está escrita en un hermoso inglés antiguo.
El derecho natural se impone sobre todas las costumbres. Los artesanos hacen su trabajo y a los cirujanos se les trata con mayor aprecio ya que son quienes trabajan sobre los cuerpos humanos desvalidos. La comunidad es perfecta. La democracia es plena. Es la utopía.
En ese lugar recóndito se había establecido una sociedad utópica. Robertson, el marino que antes había sido Sir Francis Drake, aprende de lo que ve. Que acá no hay ambiciones, le dicen, que cada cual vale por lo que es, en fin, que sus costumbres europeas, que el libre mercado, que el deseo de conquista no tienen lugar en ese espacio privilegiado que es la Trapananda.
Esta historia, de la que he dado cuenta en otros libros, es maravillosa. Aysén, dicen los que saben, no significa nada. Es quizá “la nada”. Un lugar sin límites para parafrasear al maestro Donoso, brumoso, lejos de todo,
Esa es la primera imagen de Aysén. Durante siglos fue el lugar más desconocido del planeta. Temor de los marinos, sueño de los utópicos.
La historia continuará.