Escribo este título no sin una cierta comezón, claramente podría el lector pensar que se trata de pudibundeces estilo “Conciencia de valores” o algo por el estilo, pero no, como siempre, se trata de lo que podríamos denominar crítica cultural de la vida cotidiana, analizar con ojo blindado sus símbolos, historias y disfraces.
Al continuo y constante ejercicio de la desigualdad, como hemos visto, una de nuestras especialidades, es perpetrar, con cada vez mayor frecuencia, un tipo de agresividad sorprendentemente impune y casi secreta. Si usted es víctima de ello, nadie hará nada por usted, no hay SERNAC que lo defienda, ni ministro, diputado o senador que finja hacerlo, ni siquiera figura en el código civil o en la pauta de los matinales: la descortesía.
Entiendo que la palabra cortesía pueda provocar bostezos al desprejuiciado lector posmoderno, le suene a venerable club de caballeros ingleses o si puso atención en la clase de historia, a las cortes intrigantes medievales llenas de envenenadores y banquetes pantagruélicos, pero basta que el mozo de un restaurant prácticamente le arroje la carta en la cara al lector posmoderno, la vendedora de la multitienda no aparezca ni por asomo para atenderlo o lo empujen sujetos malhumorados en el vagón del metro y entonces, creo que el tema no va a serle indiferente.
En un alarde inexplicable de publicidad que raya en el autobombo más vergonzoso nos gusta llamarnos, precisamente, “los ingleses de América”, bajo el arranque chauvinista, tipo brindis de sobremesa en una hacienda de Colchagua, de que somos mejores que el resto del continente.
Nuestra mesura, decimos, nuestra flema y autocontrol nos distingue del “bananero” exceso de nuestros vecinos. Fanáticos del remedo y los lugares comunes, creemos imitar con éxito a los anglosajones y los exquisitos modales de las señoras a la hora del té.
Sin embargo, la cortesía es realmente uno de los hijos ilustres de la educación, supone el respeto por el otro, la coexistencia pacífica y racional entre individuos, ella nació, efectivamente, en los tiempos medievales como un código de conducta que impedía que dos tipos se degollaran a la menor provocación.
Cortesía es constatar que el otro es tan digno como yo de compartir un espacio común y ennoblece universalmente a quienes hacen uso de ella. Nuestra zambullida en el siglo XXI con toda la revolución tecnológica de que, otra vez, hacemos alarde, consigna el paradójico, y peligroso, retroceso de la cortesía entre nosotros. Ante nuestros ojos competitivos y apresurados, que vindican la desigualdad como hecho consumado, respetar al otro parece no tener importancia.
Puedo dar fe de este síndrome: mi hija cumplía años, mi mujer y yo la llevamos a un café cerca de nuestro domicilio, en un conocido mall.
Entramos a un lugar con nombre y decoración mediterráneas y nos aprestábamos a una tarde amigable de pasteles, chocolate y regaloneo. A diferencia de otras veces, el local estaba lleno, y, sin embargo, había una cantidad apreciable de mozos. Durante largos y tediosos minutos esperamos en vano la carta, o, al menos un “buenas tardes”, que es gratis y no duele, los mozos, enfurruñados, circulaban a nuestro alrededor, ignorándonos.
Ningún rostro amable, ningún “los atiendo de inmediato”, sólo indiferencia. Una pareja junto a nosotros se paró molesta y se fue. Esperamos, los mozos seguían absortos en algo en la lejanía. Nadie se aproximó. De pronto llegó otra pareja en el extremo del salón. Corrieron dos de los tipos a atenderlos.
Mi hija, de tan pocos años, comenzó a degustar los sinsabores del desastroso desprecio por el cliente que existe como norma en este país. Engañado por sus ínfulas, el chileno cree que el desprecio del otro es igual en todos lados.
He tenido la suerte de comer en restaurantes y cafés en el extranjero, amistades de otros países asimismo ponderan el mismo fenómeno, lo constato en los programas de gastronomía que difunde el cable de vez en cuando.
En otros lados, en otras culturas que el chileno del brindis dice admirar, la cortesía en la atención, la preocupación por satisfacer al cliente es una norma casi más importante que la calidad del plato o lo atractivo de la decoración. No es genuflexión o humillación, no, es sentido común. Un cliente bien tratado volverá gustoso en una próxima oportunidad. Eso es servicio de calidad ¿Creerán estos mozos somnolientos y derechamente groseros que se le llama solo “servicio” a los cubiertos?
Alentados, azuzados o amenazados por el vocerío neoliberal, todos quienes hemos hecho de clientes alguna vez, consumimos como ellos esperan, siendo, a cambio, insultados, o despreciados tanto por sus abusivas prácticas y políticas comerciales como por el vejatorio trato del que hacen uso los dependientes, caras hartas de largas horas de trabajo, mal calificadas -porque capacitar sale caro y capaz que estos rotos me formen un sindicato después- que ponen al frente como exhaustos peones los verdaderos profitadores que exhiben sus ganancias y los bajo sueldos de sus esclavos por igual.
¿Pero es culpa del cliente? Only in Chile, el cliente es castigado por ser fiel. Vea cómo lo caricaturizan en la clasista publicidad en actual rotación, vea los precios cuya alza le esgrimen sin explicación, vea cómo lo tratan a usted cuando entra en contacto con un vendedor. Vea cómo le reprograman la deuda cuando usted está durmiendo. Vea cómo usted, para este sistema, no importa.
En lugar de hacer causa común con el cliente estafado por colusiones y precios exorbitantes, el dependiente o el mozo desafortunadamente, descarga su frustración en quién financia la pirámide.
Sé que muchas veces los clientes maltratan deliberadamente a su vez a los vendedores. Comparto la sensación de injusticia de un sistema que valora con descaro la opresión del trabajador, pero no admito, como compensación, que se me maltrate sólo por estar del otro lado del mostrador o esperando en una mesa por un tiempo excesivo.
El resultado es más que evidente, la desigualdad general ha parido un nuevo monstruo, la descortesía, pura y dura, en todo tiempo y todo lugar, contra mujeres, adultos mayores, niños, pobres y ricos, quien sea que se cruce en el neurótico camino de quien tuvo un mal día que se atenga a las consecuencias, poco importa a quien cínicamente llamamos “el prójimo”.
Así que, enfrentarse a un vendedor de celulares que te mira como a un insecto super desarrollado, a una tipa que cuando entras a su tienda “cuico-progre” te atiende con cara de “¿crees que te alcanza el sueldo para comprar aquí, lindo?”, esos mozos que arrastran bandejas como quien lleva una bomba en un avión a la hora del happy hour, a quien ingresa al metro ya atestado y te empuja hacia adentro sin el menor asomo de culpa parece hoy por hoy una experiencia digna de los deportes extremos.
Ni hablar de pedir información, solicitar aclaraciones o exigir derechos. Nunca nadie sabe nada, el bostezo o la actitud de “¿sigue aquí?” de un vendedor de mall, (si es que aparece), es lo único que obtiene quien desee ejercer sus derechos de consumidor.
Peor aún, expresiones como “por favor”, “gracias”, “disculpe” y “permiso” parecen ser vocablos demasiado difíciles para nuestros compatriotas, más bien, corren hacia la extinción; algún extraño malaware en el cerebro hace creer al chileno de que estas palabras, fáciles y breves en español, lo humillan ante los demás.
Mientras, los mentores del modelo y sus férreos defensores políticos, de todos los colores, miran para otro lado más apacible y ventajoso y el irrespeto y la discriminación ya parecen fatalmente enquistados entre nosotros. Como en las novelas del Marqués de Sade, el consumidor valida el sistema y a cambio es castigado.
¿En qué sentido macabro entiende el todopoderoso mercado chileno la “fidelización” del cliente?