Intereses materiales me retienen en Santiago, mientras caravanas de automóviles buscan evadir el calor seco tan propio de nuestra megalópolis.
Los acomplejados falsamente cosmopolitas de siempre le negarán este espeso adjetivo a nuestra capital, esgrimiendo un Baires o un DF mexicano que, probablemente, no conocen.
Los urbanistas sensatos aconsejan que una ciudad no deba tener más de 100.000 habitantes. Somos más de seis millones los que ocupamos esta olla de greda llena de humo negro… Nada que hacer.
La expansión tentacular, como diría Pablo, El Bueno (el de Licantén, acuérdese, señora) de Santiago se comió, por ejemplo a San Bernardo o Colina que yo de niño conocí como pequeñas urbes y los ha engullido canibalescamente a su caótico crecimiento.
Atrás quedó el plano damero original, impensables se hacen los diseños concéntricos de otras capitales del mundo.
Los planos reguladores, modificados, literalmente, al gusto del consumidor, estiran el chicle de hormigón y asfalto como las esquirlas de una explosión colosal, fagocitando, como dije, pueblos y pequeñas ciudades y les arrebata de paso, su identidad sociocultural.
Para qué recordar la destrucción impune del ecosistema de esta parte del valle central.
Parte importante de Lo Cañas, las pequeñas forestas de árboles nativos de La Dehesa, donde habían hasta canelos fueron literalmente arrasadas, ahora todo indica que el sector de El Panul aguarda el negro avatar de las hoy sobrevaloradas constructoras.
Qué son un par de arbolitos para los capitanes engolados de los megaproyectos, ¿verdad?
Ése es el Santiago de febrero de 2012, sobrealimentado, medio ahogado y seco.
Aquí elegí quedarme este año aun cuando el éxodo agradecido de miles de sus exhaustos habitantes es más que comprensible. El rostro torvo y murmurante del resto que se quedó porque las lucas, porque el jefe refrenda el asco. Aún así me parece un poco injusto todo este cuadro. Estas líneas quieren intentar rehabilitar a nuestra urbe con sobrepeso.
Valdivia la caracterizó como de deleitosos aires, florecilla retórica para persuadir a la burocracia de su majestad el emperador le mandara lucas para seguir con su insensata empresa de conquistar una tierra que ningún cristiano que se respetara quería siquiera pisar. El enemigo era bravo y la tierra, pobre.
El lugar ameno que usted imagina, ya sabe los arbolitos redondos, los pajarillos y el arroyo cantor no es tal, cuando usted va hacia la costa y sale de Pudahuel, digamos, el cerrito, el sotobosque y un río medio temperamental era todo lo que había.
Peor aún, los cálculos de nuestro capitán medio genocida no consideraron el cierre perfecto de ambas cordilleras que nos hacen alrededor y hoy nuestros niños pasan pegados a tanques de oxígeno porque, paradójicamente, el aire deleitoso es lo que escasea.
Operaciones defensivas de los indígenas invadidos, un par de incendios incontrolables, el ataque, escrupulosamente puntual, del Mapocho invernal por más de tres frentes y nuestro ilustre pedigree de terremotos la arrasaron más de una vez.
Este saldo convierte a Valdivia claramente en nuestro primer urbanista incompetente, el primero de una larga serie que continúa como podemos ver, (¿resignados?) merced a nuestras geniales constructoras que destruyen barrios patrimoniales, áreas verdes, generan un empleo efímero y mal pagado, hacen edificios que se caen o se resquebrajan enteros, desparraman generosamente contaminación de todo tipo, y un largo etcétera que me hace hasta toser a mí de solo escribirlo.
Y sin embargo, hay barrios, calles, esquinas, momentos, que el ojo puede retener y los pasos quieren volver a ellos.
La ciudad es desordenada sí, está contaminada hasta el punto que el asbesto cancerígeno auspiciado por varios gobiernos ya es patrimonio de nuestros glóbulos, sí.
Pero es la ciudad que todos los santiaguinos hemos hecho. No es Edimburgo, ni Praga, no es Berlín ni Vancouver. No tiene un Lou Reed que la cante como New York, un Ray Davies como Londres, un Cabrera Infante como La Habana, un Onetti como Montevideo o un Borges como Baires, no tiene la identidad cultural orgullosa de Valparaíso, Iquique o Concepción, y, sin embargo, Santiago puede sentirse, y algo deja ver.
Nací y he vivido toda mi vida en esta ciudad. La he recorrido creo que íntegramente, parafraseando al injustamente olvidado Payo Grondona, sus barrios limpios y sus barrios sucios.
De las impresionantes casas georgian a la línea férrea llena de basura, de edificios bursátiles vítreos y congestionados a las secretas plazas de barrio.
Roberto Merino y Sergio Paz han registrado, con distintos énfasis, el catálogo de barriadas, callejas y bizarreries capitalinas, pero ¿cuál será el sentido de este puzzle, esta rarefacción que es Santiago y que, pese a todo, nos siguen deparando el asombro en la arquitectura de una casa, la forja sinuosa de una reja, el cartel de humor insuperable, una puerta art deco?, todos esos son rincones detenidos en el tiempo, la baraja estática de varias ciudades en una…
Su fragmentación, su diseño aleatorio de collage quizás sean, en realidad, su verdadero rostro y ha llegado la hora de aceptarlo tal cual es.
Los rincones dotados de magia y sueño del Barrio Yungay, de Lastarria, y Parque Bustamante (mis barrios fetiches), coexisten con el vocerío del Chile profundo de la Vega, la Estación Central, pero también del tráfago colorinche de los malls, las plazas públicas para comunas sin áreas verdes como la mía, y Santiago sigue invitándome a la caminata íntima bajo las serenas tardes estivales que han salido a mi encuentro cada febrero que permanezco en la ciudad.
Tengo a Lars Hollmer y su afable acordeón citadino en mi mp3 y una novela de Thomas Pynchon en mi mano.
Voy a volver a deambular por este enigma roto y dar con una banca, un árbol, un café.
Este es el Santiago de mis vacaciones. Este es el febrero que yo, a esta hora, también soy.