Cuando muere alguien de gran fama y talento, la noticia conmueve e inunda los medios de comunicación. Pronto aparecen artículos con información sobre su obra y su vida, ensayos interpretativos y testimonios de amigos, colegas y parientes. Les siguen presentaciones y actos en instituciones culturales y educativas, y a veces libros y películas.
Después, poco a poco, va cayendo el telón y el silencio, y aquella persona que hace poco estaba viva se convierte en una entidad abstracta que habita en bibliotecas, enciclopedias y en clases sobre el tema.
Otra cosa es para los que apreciaron a la exaltada figura no por su talento o por su fama, si no por el calor de su amistad. Es mi caso con María Pilar Serrano y José Donoso.
Ambos “desaparecieron” hace 15 años, pero para mí siguen casi tan presentes como siempre, en buena parte porque nuestra amistad fue mayormente a larga distancia.
Por lo tanto sigo con la sensación permanente de que, como siempre, están en alguna parte en nuestra Tierra, lejos de donde me encuentro, y me van a llamar pronto, o me van a escribir diciéndome que van a venir al país o a la ciudad donde estoy.
Escribo esto en Key West, pueblo de escritores que le hubiera encantado al Pepe. Es “el punto más sureño” de los Estados Unidos, (aquí no saben lo que es verdaderamente sur), y estoy mirando a una iguana que nos deja en el jardín su tarjeta de visita.
Son una plaga, pero me estoy imaginando a María Pilar tan encantada con el animal como lo era con otra plaga que destruye plantas, las ardillas de mi jardín cuando yo vivía en Washington y en Cambridge, Massachusetts. Me acuerdo entonces que Pepe se enojó mucho con María Pilar porque ella intentó darle una galleta a una ardilla, que la mordió y la dejó sangrando.
Mucho se ha dicho y escrito sobre la relación de este matrimonio. Para mí eran dos caras de una moneda que representaba necesidad y amor. Como en todo matrimonio, a veces se enojaban.
Pepe se puso muy alterado cuando ella insistió en hacerse una intervención quirúrgica en Washington que me pidió que pasara el día con ella en su habitación, se fue y no volvió hasta muy tarde. María Pilar lo tomó bien y se pasó el día tomando Coca-Cola y conversando. Era cariñosa con Pepe, y lo era conmigo.
También era generosa, divertida y sincera. Me confesaba sus celos, y durante un tiempo estaba segura que la hermosísima escritora, también trágicamente desaparecida, Ágata Gligo, quería “levantarle” al Pepe. Ahora me da gran satisfacción de que la convencí de lo contrario.
Como saben todos los que lo conocieron, Pepe era decididamente complicado. También fue siempre cariñoso conmigo, aunque de pronto se le metía un chinche en el oído y me decía una pesadez. Pero se le pasaba altiro. También era sincero. Me hacía saber que yo era una lata porque no contaba chismes.
Las cosas que dice en sus diarios hay que tomarlas como lo que son; lo que pensaba o sentía en ese momento, y en ningún caso como reflejo de una posición que le durara mucho, y menos que fuera permanente.
Pepe era inseguro. Se descomponía cuando en Estados Unidos lo presentaba a angloparlantes del mundo académico y no sabían quién era. Una vez lo llevé a una fiesta en Georgetown, a la casa de George Stevens, director del American Film Institute. Cada vez que lo presentaba nadie reconocía su nombre y Pepe se enojó tanto que quedó con el estómago hecho papilla y tuvimos que irnos.
A su hija, Pilar Donoso Donoso, “la Pilarcita,” debo haberla visto a lo más unas tres veces, entrando y saliendo de la casa en Galvarino Gallardo.
Me pareció muy bonita (encontré que se parecía mucho a su madre adoptiva), agradable, segura de sí misma. Pepe no me habló mucho de ella, yo entendí que la adoraba, pero que los hacía sufrir. María Pilar me contaba su desesperación con ella, en una ocasión me dijo que era “perversa,” palabra que se me quedó grabada, pero el tono de voz no era de rechazo, si no de amor.
La muerte de Pilar Donoso Donoso el pasado noviembre me ha afectado profundamente, no solo por lo obvio, o sea el suicidio de una madre joven, talentosa, bella y de situación económica privilegiada, y por la terrible prueba para sus hijos, además porque en mi mente se aferra la noción del sufrimiento que esto causaría a sus padres, por más que me digo que, misericordiosamente, se fueron sin saberlo.
Hasta ahora tenía el consuelo de que al menos ella seguía en ese Chile tan querido y tan lejano, pero ahora ya todos los hilos se han cortado.
Cada país tiene al menos una historia trágica familiar que a menudo se tilda de “tragedia griega.”
Para Chile la historia de los Donoso es una de las más desgarradoras, porque tuvieron tanto potencial de felicidad que no llegó a realizarse. Poderosas fuerzas emocionales les llevaron por un Vía Crucis de sufrimiento que sin duda les afectó la salud física y les llevó a muertes prematuras. Es una tragedia que pertenece no sólo a los Donoso, sino a todos.
Muchos se han lamentado de haber perdido esos talentos. Mi perspectiva es como amiga que sintió frustración por su infelicidad, los quiso, los quiere y vive con la sensación de que en una de estas recibiré su llamada, y que sigue profundamente agradecida del cariño que me brindaron.