Sucede que acabo de darme cuenta, mientras nadaba en serenas y solitarias aguas, que efectivamente es verano y es tiempo de retomar recomendables prácticas que uno posterga merced al pacto con el demonio del trabajo remunerado.
Entonces es tiempo de dejar descansar un rato, o que mi cabeza descanse de ellos, de nuestros queridos neoliberaloides y la ruina que pacientemente dejan en nuestra cultura y hablar de ésta, una de mis actividades favoritas: la relectura.
La relectura es uno de los hábitos intelectuales más sanos y fecundos que existen, permite el reencuentro de un indicio, una idea, un camino que ignoramos en nuestro recorrido inicial, fomenta una relación creativa con el texto y nos invita a aportarle a su generoso regazo nuestra propia experiencia de sentido, siempre bienvenida por cualquier obra maestra que se respete.
Con la relectura, por tanto, todos ganan: nosotros como lectores, el autor y el texto mismo.
Así perviven las obras que llamamos inmortales, y estas continúan generando toda una progenie de lectores y, por cierto, escritores (la escritura siempre nace de la lectura y no al revés). No obstante hay muchas mujeres y hombres-de-letras, muy poco dados a tan saludable práctica, análoga sin duda a lo que una caminata o comerse una manzana pueden hacer por su salud, señora.
Existe más bien la actitud, la vanidad, más bien dicho, de correr a hojear rápido el último alarido de los best-sellers o la reseña del crítico top para llegar a comentarlo ante los amiguis en el Starbucks o en algún sarao exclusivo del Barrio Italia.
Con suerte googlear al autor o anotar un par de datos de Wikipedia para jactarse ante alguna guapa aspirante a escribiente distraída.
Esta práctica hace que la gente no lea y hable y hable de, por ejemplo un Phillip Roth o un Roberto Bolaño, el caso del malentendido nacional más reciente, todos lo nombran, lo leen con sinceridad muy pocos, lo relee uno que otro tesista con insomnio.
Lo lamentable es que se genera toda una industria del malentendido: la evidencia más reciente es el surgimiento de una horda de malos imitadores del malogrado escritor -chileno por accidente- esos “bolañitos” cuyo ejemplo más celebrado en demasiados cenáculos con resaca es un jovenzuelo que escribe tediosos manuales de jardinería.
La escritura de estos chicos “cool” quiere ser irónica, pero no admite ni la generosidad de un bostezo, afirma detentar un basamento cultural que es pura y simple pose, cita a autores en los cuales no se ha detenido ni diez minutos y meramente sus libros hermosean sus mesas de café. Pueden haber varios compatriotas leyendo en el metro o en salones de té o schoperías varias, pero cabe preguntarse: ¿Existe un censo de relectores?
Sin embargo, creo que el caso de Pablo de Rokha es uno de los más dramáticos de escasa lectura y relectura en nuestra joven e impetuosa literatura. (Salvo Ercilla, que no era chileno, ella sólo genera interés mundial a partir del siglo XX).
Figura tutelar de la vida cultural nacional por más de cuarenta años. Gran polemista, editor, numerosas obras de poesía y crítica llevan su firma acerada, divertida e inquieta.
Adelantado a su época, hay en sus obras varias invenciones que luego se le adjudicarían a otros autores como, por ejemplo, Nicanor Parra. (Usó el habla popular y la coprolalia como recursos corrosivos contra el establishment cultural burgués mucho antes que el autor de “Poemas y antipoemas”).
Pese a ser destacado con frecuencia por poetas y críticos, no se verifican demasiadas reediciones o estudios de sus obras. Alone simplemente lo ignora, Ignacio Valente desde su dominical y ultramontano feudo lo motejará de “gran mal poeta”, curiosa injuria que sus detractores del extremo político opuesto, sorprendentemente replicarán, pese a la lealtad ejemplar que siempre mostró De Rokha al partido comunista. (Obediencia extrañamente silenciada: Pablo de Rokha no figura en hagiografías ni listas de mártires del socialismo).
Sólo en Nain Nómez veo el intento más sistemático por determinar las claves estéticas de tan generoso y abundante corpus del cual parece haber sobrevivido, lamentablemente la que no es su mejor obra, “Epopeya de las bebidas y comidas de Chile”.
Se argumentará, con Valente, que otros poetas, como su gran némesis, Pablo Neruda lo hacen palidecer. Pero ello es simplista.
Admitámoslo de una vez, Neruda es una gran multinacional, como un Disney lírico, pero del comité cultural del partido comunista, sus fans prosperan claro, pero en ferias artesanales, declaraciones cursis de amor, cancioncillas de un guatemalteco con pésimo gusto, exabruptos de asado playero y restaurantes atestados de nostálgicos del Café del Cerro.
Creo que el constante éxito y reedición de sus obras más bien se deba a la eficacia de esa maquinaria propagandística más que a su legibilidad hoy en día. Quizás Hernán Loyola, Federico Schopf o Mario Valdovinos aún puedan proponer una auténtica relectura de un autor que se agotó después de “Alturas de Macchu Picchu” (ni siquiera el “Canto General” entero se sostiene) y cedió a la mera réplica industrial de los trucos y gesticulaciones retóricas que lo hicieron célebre.
¿Y De Rokha? Ambos fueron fieles al partido, ambos deberían lamentar obritas de circunstancia alabando a Stalin o al ejército rojo, pero mientras que Neruda practicó con éxito las relaciones públicas, el glamour y una inconsecuente adquisición de numerosos bienes raíces, hubo en De Rokha, en contraste, una encarnación auténtica del intelectual proletario, sus luchas, pobrezas y dolores, pero también su risa burlona y su erotismo.
Su escritura barroca, laberíntica, grosera, ilustrada e insolente continúa generando asombro.
Su versificación hiperbólica y dionisíaca tiene en su especial relectura de Eurípides, Cervantes y Nietszche, (a los que yo agregaría la polémica afilada y el desorden glorioso de William Blake) ilustre ascendencia.
Como dije antes, obras como “Los gemidos”, “Satanás” o “Suramérica” antedatan logros artísticos de mucha literatura chilena y latinoamericana de vanguardias posteriores, mientras Neruda se contentaba con glosar –o plagiar-melifluamente e insistir en un añejo romanticismo. (“Residencia en la tierra”, su obra cumbre, surgirá mucho más tarde).
La estética de De Rokha no es mera cháchara despavorida sino lúcido razonamiento, dramática búsqueda de un arte popular, para ilustrar, para educar al pueblo al que tanto amó y retrató no sólo en su temática, sino en su escritura misma, en su habla y gesto; como diría él mismo, intentó darle a su época “categoría y régimen”.
El trágico vate de Licantén encarnó como pocos la identidad arte-vida. A la manera expresionista, literalmente se desangró frente al lienzo abismal de la página en blanco.
Su amigo Mario Ferrero evoca de él una imagen que yo considero definitiva: En los barrosos y torrenciales caminos del sur y ataviado de dos alforjas, Pablo de Rokha recorría lento y pesado el terrible Chile de posguerra buscando pueblos y ciudades donde vender él mismo su obra autoeditada. Imagino los relámpagos revelando su cara enorme, fundamental, verdadera: “Yo soy el fracaso total del mundo, oh pueblos”, escribirá, ” yo los reflejo, yo soy ustedes, yo tengo su palabra”.
Entre tanto posmo vacío, plagiadores que ganan premios y anécdotas pueriles de becarios, qué reconfortante es volver al drama rokhiano. Una bala auto inferida detuvo su cuerpo, su alma aún recorre esos caminos y guía para siempre a los nuestros.
¿Le parecen trasnochadas sus arengas proletarias? ¿Ha escuchado lo que la gente grita hoy en las calles?