La polémica por el cambio de la palabra “dictadura” al término “régimen militar” en los manuales de enseñanza básica ha sido más prolongada y en ella han participado más personas y agrupaciones que las que tomaron parte cuando se presentó el libro Prisionero por servir a la patria, de Miguel Krassnoff.
No deja de ser curioso, pues parece evidente que las atrocidades cometidas por la DINA resultan mucho más graves que sustituciones léxicas en los textos de estudio. Aquellas fueron acciones destinadas a eliminar al enemigo, estas semejan reformas algo inocuas.
Y es sorprendente que a diario se entreviste a historiadores (¿hubo alguna vez tantos historiadores e historiadoras como en el presente?), expertos, sociólogos, politólogos y a una extensa gama de personalidades, a las que hay que agregar a inefables columnistas que se desgañitan para explicarnos las diferencias entre una u otra forma de sistema político.
O que organizaciones tan disímiles como la Sociedad de Escritores de Chile y la CUT continúen emitiendo comunicados para protestar en contra de la nueva designación.
Además, los diarios extranjeros, en forma unánime, han reprobado la última gaffe del radiante gabinete de Piñera.
La verdad es que la expresión “gobierno militar” para referirse a la administración de facto que rigió en Chile desde 1973 a 1990, se usó, por primera vez, en las oficinas del Comité Pro Paz, cuyos documentos daban cuenta de los brutales atropellos que se cometían en un lenguaje serio, jurídico, comedido, en fechas tan tempranas como los últimos meses de 1973; la Vicaría de la Solidaridad, sucesora de esa institución, siguió empleando esos dos vocablos en todos sus informes, hasta su disolución en 1992.
Pero eso era absolutamente comprensible: se trataba de otorgar credibilidad a lo que se escribía, sobre todo en el exterior, donde la situación de Chile impactaba como nunca antes había impactado ningún derrocamiento por obra de la violencia armada.
La locución “dictadura” habría parecido panfletaria o propagandística, propia de organizaciones opositoras y lo que se buscaba era otorgar la máxima objetividad al describir situaciones que superaban a la imaginación en cuanto al horror de lo que se experimentaba, sin caer en confrontaciones con los gobernantes de entonces.
Por lo demás, ninguna entidad humanitaria –Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Médicos sin Fronteras, etc.- ha usado nunca la palabra “dictadura” en sus comunicados.
Desde luego, nadie que trabajara en la Vicaría u organismos similares, ninguna víctima, familiar, amigo de los perseguidos y tal vez la vasta mayoría de los habitantes del país, incluidos muchos que apoyaron en sus inicios el pronunciamiento, pensó jamás que en Chile se vivía otra cosa que no fuera la peor dictadura de la época, una de las peores del mundo.
No eran necesarias clases de Derecho Constitucional, Instrucción Cívica o puntualizaciones semánticas para saberlo, así como tampoco debates terminológicos acerca de esto, aquello o lo de más allá.
Todos la vivimos día y noche, todos sabemos lo que fue, todos pudimos constatar cientos de veces, miles de veces, en qué consistió. Por consiguiente, a estas alturas, las disquisiciones en torno a lo que es o no es una dictadura parecen redundantes y enteramente superfluas.
¿A qué viene entonces tanto alboroto por una renovación en el modo de denominar al modelo político de Pinochet?
Aparte de que da grandes oportunidades de explayarse a los mismos de siempre, que dicen lo mismo de siempre, hay, claro, una causa más profunda: la incesante búsqueda de legitimidad de un régimen que convirtió a Chile en paria internacional, produjo repulsa en todo el mundo, hizo sinónimo al país de una tiranía sangrienta, se tradujo en la más siniestra imagen que, por casi dos décadas, haya tenido una nación sudamericana.
Con todo, quienes llevan a cabo esta empresa, en el fondo saben que es inútil.
¿Y por qué se les viene a la cabeza justo ahora hacer esa drástica alteración en los libros de estudio?
En gran medida, porque muchos de ellos, que sirvieron a los militares –no todos, por suerte- vuelven a tener acceso al poder y, por lo tanto, les asiste la facultad de cambiar las palabras por las cosas que prefieren.
Pero hay más. La derecha chilena, mejor dicho un sector de ella, jamás ha abjurado de Pinochet y aunque no debe haber sido grato para sus miembros ver el nombre del régimen que apoyaron como lo más execrable del planeta, saben bien que una modificación de nombre no mudará el juicio de la historia.
Más aún, tienen pleno conocimiento de que lo que hoy hacen, puede ser sustituido mañana. Es erróneo, por consiguiente, pensar que la derecha no se enorgullece del período 1973-1990 y que se molesta por el verdadero nombre con que se le denomina. Ha mostrado reiteradamente que estos asuntos le importan un rábano.
Lo más grave de todo reside en que, tras 22 años de democracia, haya no solo un grave retroceso en estas materias, sino una radical ignorancia sobre conceptos elementales en torno a los compromisos ciudadanos.
La responsabilidad no recae en el gobierno actual -¿es factible esperar avances de el?-, sino, en gran medida, en sus predecesores.
¿En qué quedó el ramo de Derechos Humanos que se iba a implantar en colegios, institutos castrenses, academias policiales y otros establecimientos? En nada.
¿En qué quedó la difusión del Informe Rettig y textos similares a lo largo de la nación? En nada.
¿En qué quedaron tantas promesas y buenos propósitos? En nada.
¿Y la cultura de la vida, del respeto, de la tolerancia al otro? En casi nada.
Más estéril todavía es la negligencia, la frivolidad, la palabrería, la verborrea para figurar seguido en los medios de comunicación. Porque nadie parece haberse detenido a pensar por un instante que si un ministro puede proponer lo que le de la gana, se debe a que hemos hecho posible que proponga lo que le da la gana.
Y si mañana deciden ponerle a la Alameda el nombre Augusto Pinochet, enseñar cualquier disparate, promover la discriminación, el sexismo, el chovinismo, el antisemitismo, se debe, única y exclusivamente, a que lo hemos permitido, creando el clima para que ello sea posible.
Las palabras no son siempre equivalentes a las cosas que se quieren decir y puede haber un territorio de ambigüedad en el habla.
No obstante, existe un área en la que ello es impracticable: un gordo no es flaco, un sueco no es zulú, la dictadura no es régimen militar. Y no es concebible equivocarse, salvo en el Chile actual.