Hasta hace muy poco a los así llamados expertos les gustaban las futurologías, los dogmas sobre lo que vendrá, lo que todavía venden bajo la etiqueta de tendencias.
Más de algún visionario avispado, con alarmantes sesgos de darwinismo social, y quizás algo entusiasmado por los cócteles de Casa Piedra que tanto le gustan, apostaba a los post, a los neo, esgrimía estadísticas mañosas y se despachaba alguna sentencia altisonante que adornaba los encabezados de la prensa del imperio.
Cómodos, percibían la realidad como quien contempla una relajante y colorida pecera.
Vamos ganando, decían, finalmente gobernamos nosotros, crecemos con pulso sostenido, hay turbulencias, claro, sólo hay que apretar a los que no pagan y gastan demasiado y listo.
¿El pueblo? Contento, señor contento, endeudado, pero contento. Somos la casa bonita en un barrio malo lleno de presidentes izquierdistas que congelan el precio de los alimentos, pero no hay de que preocuparse. ¡Otro cosmopolitan, señorita!…
Entonces vino 2011, se desataron (o se revelaron) los más variados escándalos financieros, farmacias, Isapres y polleros coludidos, La Polar, como paradigma (accidente, dijo uno con rango ministerial, ¿se acuerda, señora?), la probabilidad de renombrar lucrativamente a Aysén como las Torres de Alta Tensión del Paine, la intención gubernamental de alzar el precio del gas a quienes más lo necesitaban, los magallánicos, comenzó a convencer poco a poco a los chilenos de que podían decir basta sin ser apabullados cuando menos, por la indiferencia de los medios.
Y, antes de que nuestros queridos expertos lograran apurar un par de canapés de pulpo al merquén, multitudes salían a las calles a mostrar su abierta indignación; imaginativas, directas, asertivas figuras juveniles comenzaron a interrogar al discurso oficial, descubriendo sus debilidades, sus ripios, sus vacíos, tanto los legales como los ilegales.
Los expertos no entendieron cómo las masas daban imprevistamente la espalda a un mercado que tantos beneficios les daba, menos aún podían comprender por qué aquellos chiquillos nacidos y regaloneados hasta el cansancio con tarjetas de crédito, carrete con barra al costo y aparatitos de baja tecnología ahora buscaban respuestas, muérete, en un aparentemente extinto pasado socialista ¡Qué manga de desagradecidos e inmaduros!
Pero bueno, usted ya sabe eso, señora, quizás ya está cansada de tanto estudiante pelucón y revoltoso y quiere que la dejen en paz para poder sintonizar Perla o algún otro “docurreality” que está tan bueno.
Escucho, bajo un intolerable ritmo turro, a estos desenvueltos jovenzuelos sin discurso ni opinión alguna sobre nada salvo el parte oficial de sus hormonas y no dejo de encontrar semejanzas con la sorpresa de nuestros algo bebidos y atragantados expertos.
Escucho a una de esas estrellitas desechables exclamar “no hablaré más, ya dije todo lo que tenía que decir”. ¿Cuándo dijo algo?
¿Cuándo sus palabras se dirigieron hacia la realidad en crisis, la realidad repudiada en las calles?
¿Es ella y sus dipsómanos y zombies amigos tan reales… como los chicos en las calles, en las asambleas y tomas, bajo el gas tóxico y el agua puerca o las constantes amenazas de delirantes ediles?
¿Esa es la realidad que los medios quieren que veamos?
¿O serán esos los estereotipos que al sistema le conviene que sean vistos y vividos e ignoremos, a cambio, a los verdaderos jóvenes? Belleza, éxito, fiesta eterna y discurso perpetuamente vacío funcionan, facturan y perpetúan el status quo.
El movimiento estudiantil aparece harto en la tele, de qué se quejan. Pero aguce sus sentidos, señora, y advierta el sutil ninguneo, la bajada sistemática de perfil, el barrido sincronizado de la génesis y orientación del problema.
Como lo advierte lúcidamente Lyotard, frivolizar un tema, arrumbándolo junto con comerciales, bailarinas y jingles de supermercado es una de las formas más eficaces de censura, pero la verdad comienza a revolver las antes calmas aguas: el modelo, la pecera, está empezando a colapsar. Shh, no lo divulguen. Sáquenme al aire a la tilinga en bikini y con harta silicona, antes de que el espectador haga más preguntas.
Eso sí que encaja en el molde, en la pecera en la que los jóvenes deben nadar para la comodidad de los expertos, que vaya qué palabrería derrochan, así pueden terminar otro paper que nadie va a leer, qué importa, si sus cuentas engordan, saqueando otro proyecto de fondo concursable y llegó la hora de asesorar a otro ministro de voz engolada.
Las multitudes indignadas y su peligroso carnaval, las nuevas voces de acerada y cada vez más oídas críticas, los mozalbetes irresponsables de colegios en toma que cometen la desfachatez de reventar los puntajes de PSU, cuando debieron haber fracasado por no haber entrado a clase como cualquier niño decente, ésos no deben existir, no tenemos autor gringo que lo explique para nosotros, no tenemos método ni seminario para predecir, anticipar, frenar, aplastar lo que pueden llegar a ser.
Activar el circo todavía funciona para anestesiar un rato, pero los efectos duran cada vez menos.
La pseudorrealidad de los realities sucumbe ante la urgencia de un aquí y un ahora del cual ya no tenemos excusa para no escapar. No podemos dejar de seguir demandando respuestas, no podemos dejar de interrogar, de cuestionar, de examinar.
Los que sí escapan, o más bien huyen en masa, son nuestros expertos, buscando nuevas casas piedras y cocteles para consolarse, buscando alguna asesoría que los asesore a ellos.
La verdad que estos entendidos, entre tanto Phd, postpost doctorados y conferencistas en lengua extranjera ya no están entendiendo nada. La pecera, finalmente, hace agua por todas partes.