Siempre me pasa. Cuando llevo medio año en un lugar recién empiezo a conocer a mis vecinos. Primero están las calles, los lugares, no extraviarme y luego las personas. No es que no me importen, sino que solamente las dejo para el final.
Ahora que lo pienso mejor, mis vecinos en un comienzo son como fantasmas que prefiero ignorar. Hasta que eso se torna inevitable y hay que mirarlos y bueno, te das cuenta de… ¡oh! Esto mismo me pasó en el edificio donde vivo hace seis meses.
La otra vez, sin ir más lejos, se celebró el Día de la Madre (16 de octubre) y en el ascensor conversé con una brasileña, ¡una vecina!, que iba con un ramo de flores a la casa de su progenitora. Me tuve que levantar a las ocho para encontrar un ramo lindo, dijo y enseguida se despidió con amabilidad. Nunca antes la había visto.
Ignorar a los vecinos puede ser algo normal, pero ignorar la historia de las calles es como ignorar los puntos cardinales, al menos para mí, y eso es imperdonable.
Cuando vivía cerca de la Plaza de Armas sabía que ahí habían llegado los incas y que en la Estación Mapocho había habido un cementerio. O eso contaba la leyenda.
Las calles de esta parte de mi barrio, San Cristóbal, llevan nombres de países. Vivo, de hecho, a dos cuadras de Chile, a tres de México, a cuatro de Venezuela, pero sobre Estados Unidos. Soy, podría decirse, un imperialista. Hasta hace poco sólo en eso había reparado.
Sin embargo, una tarde, “intrusiando” en Internet llegué a una crónica escrita por Volodia Teiltelboim sobre la infancia de Manuel Rojas en Buenos Aires. Volodia contaba que la infancia del autor de “Hijo de ladrón” transcurrió en “Boedo, en la calle Colombres, en la cuadra entre Independencia y Estados Unidos”.
De más está decir que cuando leí esto, casi me caí de espaldas. Porque esas cuadras las conozco bien: mi verdulería preferida está en Independencia y, cuando llego por la noche, el taxi toma Estados Unidos.
Pero no sólo conozco estas calles, sino que un amigo argentino, Oliverio Coelho, vive a escasas dos cuadras de la casa de infancia de Rojas: en México, entre Castro Barros y Colombres. Pero además por ahí hay un restaurante, en el que estuve comiendo hace apenas dos meses con otra escritora, Cynthia Rimsky. Recuerdo que pedimos una lengua a la portuguesa con papas cocidas.
Me hubiera gustado decirle que estábamos a una cuadra de la casa de infancia del Premio Nacional de Literatura y a media del colegio en donde estuvo un par de años, el Martina Silva de Gurruchaga.
Como eso, también ignoraba que se había colocado una placa en honor de Manuel Rojas en el mencionado colegio. Así es que una noche, aprovechando la invitación de Oliverio para comer unas empanadas, me detuve en el Martina Silva de Gurruchaga para mirar la placa. No vi nada. De pronto, pensé, está adentro. Porque sólo había dos placas y no eran de metal, sino plásticas.
Al llegar a la casa de Oliverio, él me contó que por el barrio se andaban robando las placas y pensé: esto lo hubiera aprobado Rojas.
Seguí investigando y llegué a un artículo publicado en La Nación de Argentina, en donde se informaba que Manuel Rojas había sido uno de los fundadores del Grupo de Boedo (cambio social), nacido en oposición al Grupo Florida (renovación estética), que integraban, entre otros, Jorge Luis Borges y Oliverio Girondo.
No pude con la tentación y llamé a Oliverio, mi amigo, para decirle que refundáramos el grupo. La respuesta sonó en mis tímpanos.