¿Por qué Octavio Paz no encontró a los interlocutores que merecía dentro de la izquierda mexicana?
Para despejar esta pregunta central, Enrique Krauze vuelve a su vida y obra, al tiempo que hace una interpretación del espíritu intelectual mexicano de los años setenta y ochenta. Un documento para la meditación latinoamericana que nos permite la reingeniería en el cambio de paradigmas en curso, del positivista del siglo XIX al de la complejidad del siglo XXI.
La herejía de Octavio Paz por Enrique Krauze (Antología)
El primer número de la revista Vuelta salió en diciembre de 1976. Aquello, al parecer, no implicaba una estancia definitiva de Paz en México. Paz estaba feliz con su vuelta y su Vuelta.
Desde el primer número, Vuelta declaró su lealtad a la poesía y la crítica, y sus principios: “Dejamos Plural para no perder nuestra independencia; publicamos Vuelta para seguir siendo independientes.” La independencia tenía que ser, ante todo, financiera.
Por los siguientes veintitrés años, Vuelta sería su trinchera pero también su taller literario. Desde su biblioteca, en el departamento del histórico Paseo de la Reforma de la ciudad de México donde vivió durante casi todos esos veinte años, hablaba por teléfono diariamente para proponer artículos, reseñas, traducciones, relatos, poemas, pequeños comentarios.
Alfonso Reyes (1889-1959), el prolífico hombre de letras que había precedido a Paz como figura tutelar de la literatura mexicana, lamentaba que “Hispanoamérica hubiese llegado demasiado tarde al banquete de la cultura universal”.
Paz, desde muy joven, había decidido incorporarse a ese banquete y los ecos de esa conversación, que duraba ya medio siglo, llegaban a Vuelta donde Ortega y Gasset, Sartre, Camus, Breton, Neruda, Buñuel, eran convidados habituales.
Pero no solo se escuchaban las voces del pasado, porque ahora era Vuelta la que convocaba al banquete donde se sentaban animadamente Borges, Kundera, Irving Howe, Daniel Bell, Joseph Brodsky, Milosz, Kolakowski y centenares de escritores de todos los continentes y de varias generaciones. La nómina de Plural incluida y multiplicada.
Pero su vuelta a los años treinta tenía sobre todo un carácter polémico y combativo con la fe de esos años y, precisamente por eso, consigo mismo. Sin el fervor ideológico de Paz en los treinta, no se entiende el fervor crítico de los setenta.
Por eso enlazó a Vuelta con los autores fundamentales de la disidencia del Este (como Bukovski, Kundera, Michnik); dio voz a la Carta de los 77 en Checoslovaquia; publicó unas “anticipaciones anarquistas sobre los nuevos patrones” de la URSS (defensa de Bakunin en su polémica con Marx); reivindicó ampliamente a los primeros críticos del marxismo (Souvarine, Maurois, Serge); desenterró aquel olvidado testamento de la viuda de Trotski que había leído en París en 1951; consolidó la amplia presencia de los contemporáneos que, como él, habían tenido un pasado marxista que revisar y purgar (Kolakowski, Furet, Alain Besançon, Bell, Howe, Jean Daniel, Castoriadis, Enzensberger); atrajo a los críticos de izquierda en habla hispana que criticaban al comunismo (Semprún, Goytisolo, Vargas Llosa); y, para escándalo de la clase intelectual de México, no solo publicó sino trajo a México para conversar por televisión a los “nuevos filósofos” (Bernard-Henri Lévy, André Glucksmann), que en Francia habían roto con Sartre y se proclamaban seguidores de Camus.
Paz vivía en un estado de constante exaltación. Había llegado a México a deshacer equívocos pero se encontró con el equívoco mayor: la Revolución, no la liberal o libertaria, ni siquiera la mexicana sino la marxista, había terminado por embrujar a la generación del 68 y a su inmediata sucesora.
Más allá de las pulsiones parricidas que muchos jóvenes escritores mostraron hacia él y hacia Vuelta, el rechazo al hombre que los había defendido públicamente en el 68 tuvo un elemento de incomprensión.
Paz entablaba su polémica con los representantes de la izquierda mexicana (estudiantil, académica, intelectual, sindical, partidaria) justamente porque seguía siendo un hombre de izquierda y porque seguiría creyendo en el socialismo: “Es quizá la única salida racional a la crisis de Occidente.” Pero ellos no creían ya en esas profesiones de fe: Paz, no ellos, había cambiado.
Octavio Paz, en efecto, había cambiado, aunque no en el sentido de adoptar el capitalismo o la economía de mercado, ni siquiera, propiamente, la democracia liberal.
Había cambiado sus creencias de juventud, se había desilusionado del comunismo y, al menos en el ámbito europeo, no estaba solo en ese desencanto.
Hacia 1977 lo acompañaba la corriente del “eurocomunismo” francés, italiano y español; lo acompañaban los protagonistas de la reciente transición democrática en Portugal y sobre todo en España, donde el PSOE, Partido Socialista Obrero Español, renunciaría al dogma de la “dictadura del proletariado”.
Lo acompañaban los principales intelectuales de Francia (no solo los críticos históricos como Raymond Aron sino muy pronto Sartre y hasta el mismísimo Althusser, padre del neomarxismo latinoamericano).
Lo acompañaba Hans Magnus Enzensberger, que publicaba en Vuelta su poema “El naufragio del Titanic” sobre la Revolución cubana.
Lo acompañaban los disidentes en la URSS y en Polonia, Checoslovaquia, Rumania, Alemania del Este, países que Kundera llamaría de la “Europa secuestrada”.
Y lo acompañaban finalmente quienes en Occidente comprendían que la Revolución disidente de 1968 en el Este había sido más riesgosa y valiente que la de París, Londres o Berkeley.
Pero los estudiantes y profesores de México no lo acompañaban: solo en México el 68 había desembocado en una matanza. Al agravio de Tlatelolco se había sumado el 10 de junio del 71. Y, en 1973, la juventud universitaria se había cimbrado por el golpe militar contra Salvador Allende, que vivieron como en carne propia. Era la triple evidencia de que la Revolución social era el único camino.
Los textos y declaraciones de Paz en aquel período tuvieron, es verdad, un tono imperativo e impaciente, porque lo exasperaba la ignorancia o ceguera sobre la realidad del orbe soviético y chino (ignorancia y ceguera que habían sido, por mucho tiempo, las suyas propias) pero también porque temía que los países latinoamericanos –y sobre todo México– se precipitaran en un tobogán de violencia revolucionaria que podría derivar en una dictadura militar genocida o en un régimen totalitario como el de Castro.
Sus jóvenes críticos querían justamente lo contrario: revivir ese libreto. El subsidio a la UNAM aumentó en un 1,688% (la inflación, presente sobre todo de 1971 en adelante, había llegado al 235%).
Al salto de escala en la composición económica, social y demográfica de las instituciones de enseñanza superior (sobre todo de la UNAM) correspondió un ascenso de la influencia del Partido Comunista Mexicano en los campus, no solo en los profesores y alumnos sino en el poderoso sindicato universitario.
Mientras en Occidente el marxismo iba de salida, en las aulas de México (tanto en la capital como en muchas universidades de provincia) tomaba gran fuerza.
Este auge del marxismo se reflejó en los planes de estudio. Aun en facultades o escuelas tradicionalmente “apolíticas” como Arquitectura y Ciencias comenzaron a impartirse abundantes cursos de marxismo. Universidades nuevas como la UAM impartían marxismo en la carrera de diseño gráfico.
Un brillante alumno de esa carrera se recibió con una tesis sobre Althusser: se llamaba Rafael Sebastián Guillén Vicente, viajaría (como tantos otros jóvenes) a entrenarse a Cuba y a Nicaragua, y en 1983 se adentraría en la selva de Chiapas adoptando el nombre de batalla que años más tarde se volvería legendario: el “Subcomandante Marcos”.
Para alimentar los planes de estudio hacía falta una oferta editorial pertinente. Esta oferta la proveyó la editorial Siglo XXI. Finalmente, fue decisiva también la nueva actitud de la Iglesia católica, que desde el Concilio Vaticano Segundo experimentaba un corrimiento a la izquierda.
Muchos jóvenes que habían estudiado con los jesuitas veían con entusiasmo que su orden renunciara a la labor tradicional de educar a las élites y concentrara sus esfuerzos en atender y ayudar a los pobres de México.
A partir de 1977, el boom petrolero favoreció aún más el crecimiento de las universidades, que comenzaron a volverse fuentes de trabajo muy bien remunerado.
Esa incorporación masiva a las instituciones académicas atenuó la violencia revolucionaria pero no el “espíritu contestatario” presente en las aulas y los cafés, las publicaciones y el arte, la canción de protesta y los mítines.
En 1978, Zaid comprobó estadísticamente que el radicalismo político e ideológico aumentaba con los ingresos.
Los universitarios mexicanos vivían “en socialismo”. Criticaban a una burguesía inconsciente del modo en que su posición material determinaba sus ideas, pero eran a su vez inconscientes de la manera en que su propia posición material en la academia (una posición alejada de la producción de riqueza, y dependiente por entero del Estado) se proyectaba en su visión de mundo, hasta hacerlos imaginar que esa posición particular era generalizable.
Esta condición los llevaba a esperar demasiado del Estado o de un futuro Estado revolucionario que volvería a todos los mexicanos… universitarios.
Frente a este universo, Octavio Paz fue el hereje favorito.
En septiembre de 1977, Paz tachó al PCM de ser solo un “partido universitario”, le sugirió dejar su conducta “provocadora” y abrirse a la competencia en la plaza pública, como hacían sus homólogos en España, Francia, Portugal.
Pero su cargo más reiterado contra la izquierda fue la “esterilidad intelectual”. Y en este ámbito la responsabilidad era de quienes con sorna llamó “ulemas y alfaquíes” (dogmáticos y jurisconsultos del islam): los intelectuales.
A su caracterización dedicó varios textos. Lamentaba su “extraño idealismo: la realidad está al servicio de la idea y la idea al servicio de la Historia”.
Todo lo que confirmaba la idea era bienvenido. Todo lo que la contradecía o matizaba era negado.
La izquierda practicaba una evidente doble moral: justificadamente indignada y entristecida por los crímenes de la dictadura en Brasil, Argentina y Chile, callaba inexplicablemente ante lo que sucedía en Checoslovaquia, Bulgaria, Cuba o Albania.
¿Por qué, si intelectuales de izquierda intachables como Juan Goytisolo, Jorge Semprún o Fernando Savater se atrevían a abjurar de sus antiguas creencias o a retractarse de ellas, en México la ortodoxia seguía intocada? “El silencio y la docilidad de los escritores faccionarios –sentenció– es una de las causas del anquilosamiento intelectual y de la insensibilidad moral de la izquierda latinoamericana.”
A fines de 1977, uno de los exponentes más destacados de esa izquierda intelectual se sintió aludido (justificadamente) y publicó un artículo contra Paz. Era el escritor Carlos Monsiváis, hombre de aguda ironía, gran cultura y formidable arrastre entre los estudiantes. En términos formales le reprochaba su tendencia a la “generalización” y la “pontificación”.
Su réplica fue feroz: “Monsiváis no es un hombre de ideas sino de ocurrencias.” En su prosa –agregó– aparecen “las tres funestas fu: confuso, profuso, difuso”:
Me acusa de autoritario en el mismo párrafo en que se atreve a imponerme como condición de la crítica al socialismo burocrático “el reconocimiento de sus grandes logros”.
¿Se ha preguntado si esos “grandes logros” se inscriben en la historia de la liberación de los hombres o en el de la opresión? El análisis y la denuncia de las nuevas formas de dominación –lo mismo en los países capitalistas que en los “socialistas” y en el mundo subdesarrollado– es la tarea más urgente del pensamiento contemporáneo, no la defensa de los “grandes logros” de los imperios totalitarios.
El intercambio tuvo una ronda más. Paz formuló su deseo para la izquierda mexicana: “Tiene que recobrar su herencia legítima.” Esa herencia legítima provenía del siglo XVIII, se llamaba crítica, empezando por la crítica de sí misma. Estas eran las posturas de Paz.
¿Cabía encasillarlas como “de derecha”?
La corriente central del pensamiento revisionista y socialdemócrata –de entonces y después– diría, por supuesto, que no, pero muchos universitarios de izquierda y sus voceros intelectuales se empeñaron en hacerlo ver como tal.
El historiador y ensayista Héctor Aguilar Camín publicó un artículo titulado “El apocalipsis de Octavio Paz” en el que simplemente reproducía varias de las afirmaciones de Paz como si se refutaran solas.
Al paso de los años, Monsiváis se acercó a las principales posturas de Paz. Héctor Aguilar Camín las haría suyas, aún más.
Vuelta no acusaba a nadie porque no tenía pruebas contra nadie. Pero condenaba el asesinato, viniese de donde viniese: los terroristas o las autoridades, la izquierda o la derecha, la estupidez aventurera o el cálculo.
Nota del autor imos a conocer una antología de aquel debido a su extensión, el que puede ser consultada en toda su extensión en: http://www.letraslibres.com/revista/dossier/la-herejia-de-octavio-paz?page=full. Este texto corresponde al subcapítulo 17 del ensayo sobre Octavio Paz “El poeta y la Revolución”, capítulo central de Redentores, el libro más reciente de Enrique Krauze, que comenzó a circular estos días bajo el sello Debate de Random House Mondadori. Pueden consultarse en línea las fuentes utilizadas para el ensayo: http://tinyurl.com/3de2q7q.