Nunca se había filmado tanto en Chile como en los pasados 20 años y no cabe duda de que sin el retorno a la democracia no habría sido posible producir unas 50 películas en la década de 1990, cifra que en el presente debe haberse cuadruplicado.
David Vera-Meiggs sostiene que “si algo realmente noble tiene el séptimo arte es su vinculación intrínseca con el destino social” que “nace de una forja democrática.”
A las leyes de fomento audiovisual, la participación en proyectos multinacionales, los apoyos financieros del sector privado, el aporte de la televisión en el desarrollo de la creación fílmica, el impulso del FONDART y otros alicientes, hay que agregar la apertura de universidades que enseñan cine –en 2003 ya había 33 centros de formación superior-, todo lo cual crea un escenario fructífero, que se traduce en un nuevo público, nuevos estudiosos, nuevos y variados circuitos de exhibición.
Y la explosiva irrupción de la tecnología digital ha permitido el surgimiento de largometrajes de bajo presupuesto, junto a realizadores jóvenes con temas, estilos, formas de producción y redes de distribución inéditas; internet amplía a niveles inimaginables el acceso a festivales online, que han proliferado en el plano local y mundial, reduce los costos y mecanismos de difusión y hasta cierto punto permite que cualquiera pueda hacer una película.
Todo esto está muy bien y podríamos seguir describiendo el heterogéneo y bullente panorama de la cinematografía patria si no fuera porque a diario se publican decenas de artículos, ensayos, libros sobre la materia.
Al amparo de los cineastas nacionales consagrados o emergentes, parecen haber brotado legiones de especialistas que han encontrado su vocación, muy legítima por cierto, en teorizar alrededor de este gozoso fenómeno. Tanto es así que ahora tenemos a diversos críticos o aficionados que no vacilan en hablar del nuevo cine chileno.
El problema es otro y se centra en el ámbito comercial: el cine es arte e industria, ciencia y entretención, una perogrullada que se olvida con facilidad.
Los documentales nacionales, a veces excelentes y los DVD underground, siguen una lógica distinta. Ello se aplica, en mayor medida, a nombres excepcionales, como Raúl Ruiz, cuya prolífica carrera tuvo lugar principalmente en Francia y otros países del exterior.
En otras palabras, se trata del público, el grueso público, ese que permite dar un carácter masivo al arte más importante del siglo XX.
Sin la asistencia de miles de espectadores, el cine pasa a ser un espectáculo de elite, aunque los rodajes sean baratos y los filmes contestatarios.
Si el cine pierde su perspectiva popular, que puede apreciarse incluso en cintas exigentes y rigurosas, termina desvinculándose de quienes concurren a las salas para identificarse con los relatos, vivir aventuras, compartir vidas, en suma, tener experiencias memorables que, hoy por hoy, pocas manifestaciones de la imaginación humana pueden proporcionar.
Nuestros productores, directores, guionistas, quieren competir y triunfar en el mercado internacional, que es cada vez más intrincado y agresivo. En su empeño, son animados por críticos y periodistas, quienes no vacilan en aplaudir todo cuanto hacen.
El año pasado hubo una enorme desilusión porque La nana no logró ser nominada al Oscar a la mejor película extranjera.
Este año seguramente pasará lo mismo con Violeta se fue a los cielos o, si llega a ser finalista, es difícil que obtenga el premio. Más allá de la calidad de ambos títulos, sobre todo por la destacada actuación de las actrices protagónicas, parece ingenuo y un tanto irresponsable albergar tantas esperanzas y ventilarlas por los medios.
Por más discutible que sea el galardón de Hollywood, no hay que desdeñar el Oscar a la mejor película extranjera: De Sica, Tati, Fellini, Bergman, Kurosawa, Ang Lee, Amenábar y muchos otros fueron conocidos en todo el mundo debido a la codiciada estatuilla.
Argentina la ha obtenido en dos ocasiones, por dos excepcionales obras: La historia oficial y El secreto de sus ojos. Pero basta con echar una ojeada superficial a la industria fílmica trasandina –y también a la española, mexicana o brasileña- para darnos cuenta que estamos a años luz de ella.
Posee una historia, una tradición, una jerarquía de las que carecemos por completo y comparar su cine con el nuestro es casi como comparar el Amazonas con el Mapocho.
La única vez que Chile ha sobresalido en un certamen de categoría global fue gracias al Premio a la Mejor Actriz en el Festival de Venecia de 1990, que se otorgó a Gloria Münchmeyer por su brillante interpretación en La luna en el espejo, de Silvio Caiozzi.
Antes o después de tal fecha, nuestra figuración en ese tipo de eventos ha sido inexistente.
Tampoco conviene desecharlos de una plumada por el glamour y la ostentación que exhiben, pues notables directores, fotógrafos y actores de países ajenos a los grandes estudios, se dieron a conocer en aquellas competiciones.
Se dirá, con razón, que el cine ha cambiado mucho, tanto que llega a ser irreconocible si pensamos en lo que era hace unos pocos años. Y así es.
Además, han aparecido realizadores asiáticos, africanos, indostánicos, iraníes, árabes, en fin, de las más diversas nacionalidades, lo que enriquece el paisaje, aunque también lo torna inabarcable. La cultura del momento, dispersa, múltiple, complejísima, se refleja de manera contundente en la maquinaria cinematográfica.
Como sea, la proyección del cine chileno fuera de nuestras fronteras resulta muy discutible, cuando no insignificante.
Por supuesto, los directores y miembros de equipos nativos toman parte en festivales, encuentros, coloquios, que se celebran en los cuatro puntos cardinales, por lo general alternativos, por lo general en ciudades inubicables en el mapa.
Luego regresan felices por la acogida que han recibido, a juzgar por los cacareos de entrevistadores y reporteros arrobados ante sus dichos.
Pero es improbable, si no imposible, que una película chilena de algo que hablar cuando sale de la cartelera local.