Sobre el horrendo carácter de la televisión chilena nadie discute, a pesar de que los demás medios de comunicación se rindieron a su poder y reproducen cuanto pasa en ella.
Ninguna persona defiende la farándula, eje primordial de atención en nuestras cajas idiotas.
Con respecto a los noticieros, una voz tan ecuánime como Jimena Villegas expresó que “sus detractores suelen sostener que la calidad está tan mala que ya no tienen vuelta”, por su “sensacionalismo y falta de pluralidad”.
Las teleseries son harina de otro costal. Cada nueva producción merece colosales avisos publicitarios y gigantografías que cubren edificios, estaciones de metro, paraderos, supermercados, calles, páginas de los diarios, etc.
Es imposible salir indemne de tal avalancha, salvo que el espectador pertenezca al minoritario segmento que paga el cable.
En esencia, las teleseries chilenas son todas iguales y prescindibles, todas malas o pésimas, sean cuales sean las historias que desarrollan.
Indudablemente, el nivel técnico ha avanzado y la inversión es mayor, aun cuando la estética, las intrigas, los rostros y otros aspectos no han variado un ápice.
En ocasiones, los primeros capítulos están logrados, si bien 4, 5, 6 meses después las situaciones se repiten, los diálogos se eternizan, las expresiones bobaliconas de los personajes se congelan y tenemos sorpresas predecibles, miradas vengativas, portazos, revelaciones absurdas y una infinita serie de obviedades que convierten a los radioteatros de las décadas del 40 y 50 en joyas artísticas al compararlos con los burdos episodios de la pantalla chica.
Al final de estos melodramas, se mencionan récords de audiencia, se multiplican los titulares o surgen cientos de opiniones y enseguida pasan al olvido total.
Los guiones se encargan a autores locales –a veces autores de valor que dejan la creación literaria por los estratosféricos sueldos televisivos- quienes presentan un esquema, el cual luego es alargado, cortado, alterado, dependiendo del rating.
O sea, no hay y es imposible que haya un esfuerzo artístico serio si ni siquiera existe la seguridad de que las aventuras propuestas van a ser filmadas o descartadas según el capricho del público y sobre todo de los auspiciadores.
Así, el producto final es un híbrido de clichés, incoherencias, artificialidad, jerga vernácula, en suma, algo completamente ilegible si es que se imprimieran tales libretos.
Los productores, directores, actores y el resto del equipo son siempre los mismos, con esporádicas y divulgadas irrupciones de caras frescas.
Hay, claro, personas talentosas, aunque son una minoría ínfima.
La novelista Ngaio Marsh, fundadora del teatro neozelandés, dijo que las estrellas de cine eran una calamidad, pues nadie las podía oír desde la primera fila de un teatro.
Con nuestros héroes de teleseries sucede un fenómeno parecido, pero peor: en la pantalla son un cúmulo de tics, inexpresividad, gestos robóticos, incapacidad verbal, exageraciones faciales y otras deficiencias; si se presentan en un proscenio, el resultado es devastador: no se les escucha una palabra, no se les entiende nada, hablan en forma atroz, sin pronunciar, sin modular, carecen de presencia y atractivo, su actitud corporal es vacía, hasta el punto que cualquier integrante de un grupo amateur les da cancha, tiro y lado.
Y no es raro, porque la inmensa mayoría de ellos nunca ha estudiado o proviene de academias para modelos o futuros miembros del star system criollo.
Sin embargo, ganan millones, decenas de millones, centenas de millones.
Y si son rostros de multitiendas o empresas, sus ingresos son siderales.
¿Qué significa esto en un país donde el 60% de la población vive con el mismo ingreso per cápita que Angola?
De partida, es un escándalo, ya que mientras los estudiantes han remecido a la sociedad al revelar la iniquidad del sistema educacional, que los endeuda y endeuda a sus familias per sécula, vemos a diario a unos cuantos hombres y mujeres sin dotes, sin inteligencia, sin habilidades, que se embolsan astronómicas sumas de dinero por exhibir sus balbuceos.
Además, es una obscenidad que ilustra las monstruosas desigualdades del país. Así, la televisión y en concreto la industria de las teleseries, son otra prueba de que Chile, como lo escribió y cantó Violeta Parra, está en el centro de la injusticia.
Últimamente, los culebrones nativos han descubierto un tema tratado por el cine desde hace 50 años: las relaciones sexuales.
Nada hay de criticable en esas tomas, si es que la trama las necesita.
No obstante, obligar al televidente a soportar gemidos, jadeos, bramidos perpetrados por gente feúcha, envarada, caricaturesca plantea un dilema al gusto del consumidor.
Porque en lugar de los revolcones de Fulano o Zutana puede ser preferible ver una buena película, donde son menos frecuentes dichas imágenes o si uno quiere sexo de verdad, está la ilimitada oferta pornográfica de internet, donde sí hay gente que sabe hacer las cosas.
¿Es posible vislumbrar el futuro de esta fábrica masiva de imbecilidad que son las teleseries chilenas?
Cuando vivimos en un tiempo en que todo queda obsoleto de un momento a otro, hacer pronósticos es un ejercicio ocioso.
Aún así, seguramente continuaremos por unos lustros observando ese despilfarro insensato que se realiza en las “áreas dramáticas” de nuestros estudios de televisión.
Claro que llamar “áreas dramáticas” a las oficinas de los canales donde se originan estos engendros es otro menosprecio a la tradición cultural y específicamente a la literatura.
Es difícil, si no inviable, que una actividad tan lucrativa sufra mermas repentinas, incluso si estallan graves crisis económicas o severos conflictos sociales.
De cualquier forma, tarde o temprano las teleseries desaparecerán, tal como aconteció con los concursos radiales, las películas mudas o las superproducciones bíblicas.
Para entonces, no habrá una prensa uniforme que celebre cualquier culebrón.
Y el público se comenzará a preguntar cómo pudo existir la conjura de los necios que hizo factible esta apoteosis de vulgaridad.