Las cosas ocurrieron más o menos así:
Hace menos de una semana los hospitales de Hamburgo recibieron a numerosas personas afectadas por diarreas, vómitos, hemorragias intestinales, y se decretó una situación de alarma más que justificada. En estos casos, lo único que se puede y debe hacer es intentar localizar el agente patógeno y los epidemiólogos de Hamburgo indicaron que se trataba de la bacteria E. Coli, que viaja en las heces fecales, animales o humanas, y que todo indicaba que los enfermos habían ingerido hortalizas infectadas.
El siguiente paso fue buscar la fuente emisora de dichas bacterias y en algunos pepinos, supuestamente españoles, se encontró un agente patógeno que, ayer, resulto no ser la bacteria buscada sino otra. Entre tanto han muerto 16 personas y hay más de 360 infectados en Alemania y Suecia.
Las autoridades sanitarias de Hamburgo hicieron lo único que podían hacer: parar la distribución de hortalizas llegadas de otros países. Un sólo muerto ya justificaba esta medida, así se defiende la salud de los ciudadanos, y si esta medida ocasionaba, y de hecho ha sido así, daños económicos a los productores, tanto el gobierno alemán como la Unión Europea tienen mecanismos para compensar esas pérdidas.
Pero en España, al justo enojo de los productores de hortalizas, inmisericordes explotadores de emigrantes subsaharianos, que pasan efectivamente sus pepinos y tomates por un riguroso control de sanidad y calidad, se agregó una suerte de fiebre pepinera que consideró las medidas tomadas por las autoridades sanitarias de Hamburgo como una demostración más de la debilidad española. Ergo, el gobierno tiene la culpa.
Hoy, hemos presenciado a políticos de todos los colores dados con entusiasmo a la ingesta de pepinos. Hay algunos que, con cierta obscenidad, se meten el pepino entero en la boca, otros y otras los sostienen en medio de una gestualidad más propia de un sex shop que de una verdulería , y otros los comen con ademán pío, cortados en finas rodajas, como si fueran hostias recién consagradas por monseñor Rouco Varela, el capo de la conferencia episcopal española.
En medio de todo esto cabe preguntarse qué habría pasado si en lugar de sospechar de los pepinos los alemanes hubieran sospechado de los supositorios fabricados en España.
¿Se habrían atrevido a romper las reglas del pudor en defensa de los supositorios?
La respuesta es obvia: en España nada puede sorprendernos.