A principios de la semana pasada, la Cámara Chilena de la Construcción y el Departamento de Estudios Urbanos y Territoriales de la Universidad Católica de Chile presentaron su informe anual sobre calidad de vida en las ciudades de nuestro país. Entre los resultados, se evidenció un hecho altamente preocupante: el Gran Santiago concentra nueve de las diez comunas con peor calidad de vida y seis de las diez que destacan con el mejor índice.
Este hecho explica la razón del descenso de cuatro puestos de la capital –respecto del sondeo del año anterior- en el ranking de las diez áreas metropolitanas del mismo estudio, ubicándose en el noveno lugar y superando únicamente a la zona urbana de Iquique y Alto Hospicio.
Ambas cuestiones demuestran el perpetuo estado de la enorme segregación y su gravedad exponencial en el principal centro urbano de Chile, especialmente si se considera que el 90% de la población nacional vive en ciudades y el 45% de ese total reside en Santiago.
La histórica y sistémica falla en la planificación de nuestras ciudades ha impactado severamente en un crecimiento injusto y sin control. Esta fórmula sectaria y excluyente se explica, en parte, en la desarticulación de los gobiernos locales al momento de pensar sus comunas, generando estrategias de desarrollo atomizadas y al servicio de una disímil capacidad presupuestaria, con foco en un interés que está lejos de acoplarse a políticas inclusivas y al beneficio general del resto de la ciudad.
Las más perjudicadas son las familias más pobres. Con un menor acceso a bienes y servicios básicos como educación y salud, su capacidad de movilidad dentro de la ciudad en la que viven es casi nula debido a la falta de oportunidades, espacios y recursos para instalarse en los sectores con mejor calidad de vida. Esto las obliga a trasladarse a la periferia, donde no existen equipamientos adecuados, áreas verdes ni servicios públicos, una combinación que produce el caldo de cultivo de la inequidad y los problemas socioeconómicos asociados.
Por tales razones, los desafíos del futuro de nuestras ciudades están ligados a la sostenibilidad urbana que implica inclusión y planificaciones armónicas y éticas. A su vez, configuran un imperativo de responsabilidad social para quienes somos profesionales del área, impulsándonos a participar activamente de la forma en la que queremos construir y vivir nuestros centros urbanos.
La primera urgencia es pensar a Santiago y el resto de las áreas metropolitanas chilenas como una gran unidad articulada, poniendo en práctica lo que expertos y la literatura especializada consideran como un aporte decisivo a la falta de acciones inclusivas y a la coherencia en la distribución territorial: la existencia de un Alcalde o Arquitecto Mayor.
Empoderado de la autoridad necesaria, esta figura puede coordinar el cumplimiento de todas las políticas públicas de diseño urbano y determinar acciones destinadas a enfrentar los desafíos de la construcción de una ciudad coherente y desde un enfoque sistémico. Se trata de una institución con una clara visión a corto, mediano y largo plazo que facilite buenas prácticas de planificación y fiscalización, aplicando planes de desarrollo destinados a, precisamente, elevar la calidad de vida de los habitantes de la zona urbana, su principal desafío.
Las experiencias son variadas y encontramos buenos ejemplos en las principales ciudades de Europa y Estados Unidos. Pero también los hallamos en la región: el Alcalde Mayor de Bogotá, en Colombia, se ha convertido en un caso de éxito debido a su desempeño –en estrecha colaboración con el sector privado- en la coordinación de la renovación del sistema de transporte y los espacios públicos, logrando superar los problemas de inseguridad y violencia que caracterizaban a la ciudad.
Ciertamente, pensar que el Alcalde Mayor pueda solucionar todos los problemas de una urbe es desmedido e irreal, pero sí representa una parte de un proyecto de asociación que permite avances claves. Es el tránsito que debe emprender la figura chilena del Intendente, obteniendo una representatividad democrática (elegido directamente por el voto) y jurisdicción para la toma de decisiones para cumplir con una gestión urbana integrada en varios niveles y con la cooperación de todos los sectores que puedan participar.
El avance institucional y la convergencia de los esfuerzos multisectoriales permitirán salir de una negativa pendiente que agobia a los ciudadanos y conseguirá cumplir con la necesaria meta de ciudades más justas, humanas y éticas.