El viaje a la Isla Juan Fernández que iniciaron el viernes pasado los 21 ocupantes del avión de la Fuerza Aérea, no tendrá retorno.
Un problema técnico, una mala maniobra, un viento inesperado, a estas alturas, el motivo sólo tiene importancia para las autoridades de aeronáutica.
Para los padres, esposos, esposas, hijos, hijas, hermanos y hermanas que en estas horas lloran la pérdida de quienes con tanta ilusión iniciaron el fatídico viaje, el motivo no tiene importancia.
No puedo imaginarme sino la pena y el desconsuelo de todos ellos.
Mi abuela siempre me ha dicho que para los creyentes, la muerte es un evento menos traumático que para nosotros los agnósticos y, espero -por el bien de todas las familias de quienes han dejado de existir en este viaje- que así sea, y que el consuelo de la fe los acompañe.
Algunos estaban en tareas de “reconstrucción”, otros cumpliendo con su trabajo de aviadores. Todos jóvenes y, como decía mi abuela hoy por la mañana, gente “útil” y llena de vida (para ella ser “útil” encierra una serie de buenas características humanas y profesionales).
El gobierno, como es razonable, ha desplegado un gran operativo para, primero, rescatarlos y hoy, dados los antecedentes y las circunstancias, al menos encontrar los cuerpos de los 21 siniestrados. La Fuerza Aérea y la Armada hacen sus mejores esfuerzos, y los chilenos se lo agradecemos.
Hoy, con la inmensa cobertura del accidente, todos estamos apenados por lo ocurrido.
Muchos conocíamos a alguno de los viajeros. A unos sólo por los medios de comunicación, otros por las obras que llevaban adelante, y algunos por sus trabajos y por sus familias.
Hoy, todos estamos conmovidos.
En las circunstancias actuales, el encontrar los cuerpos de los accidentados adquiere un valor insospechado.
Las familias cuyos deudos han sido hallados están, qué duda cabe, muy tristes.
Las familias que no han recibido aún la noticia de que sus seres queridos han sido encontrados, están en una condición terrible.
Sin el cuerpo del deudo, el sufrimiento es interminable. La esperanza de que esté vivo afirmado a un tablón, aferrado a un acantilado, o vagando por una playa solitaria, deben ser imágenes recurrentes.
Quienes ya tienen la certeza de la pérdida y han recibido los restos mortales de sus seres queridos, están viviendo un momento de dolor indescriptible.
Están inmersos en un profundo desconsuelo y, sin embargo, deben sentir el privilegio de poder darles una digna sepultura, el privilegio de colocar sus restos en un lugar donde poder rendirles, de vez en vez, un homenaje o sólo un simple signo de recuerdo fraterno.
Esto es el inicio del sano duelo, que seguro quienes ya no estarán, hubiesen esperado que al partir ellos, vivan sus familias.