Pablo Trapero vuelve a contarnos acerca de las brutalidades humanas y sociales que tan fácil se encuentran y habitan en nuestra desangrada Latinoamérica. Todas sus historias muestran las realidades más duras que todos saben que pasan, pero de las que no se habla casi nunca.
Él pone estas historias en imágenes conmovedoras, desgarradoras y crudas. Tanto en sus anteriores filmes Mundo Grúa, El Bonaerense, Carancho, Elefante Blanco, Leonera, sus películas te sacuden, te salpican, te sumergen dentro del tramado de sus historias, porque somos parte de ellas. Sus historias son nuestra historia, y revientan delante de nuestros ojos cuando estás en el cine.
No podría decir, cuál de sus películas es la mejor, no cabe comparar a Trapero con Trapero, todas tienen su textura, su forma, su color, su rúbrica.
Nos relata este famoso episodio criminal ocurrido en la Argentina de la transición en los años 80. Previo a un trabajo profundo de investigación, el director lleva a su elenco de actores a transformarse profundamente, en cuerpo, espíritu y psiquis para entregarnos personajes conflictivos, laberínticos, claustrofóbicos, duros y áridos, pero atrozmente reales. El nos muestra personas que podemos ser nosotros mismos cenando en familia, durmiendo en la casa, o un vecino barriendo la vereda, y desde ahí Pablo Trapero se nutre para sacar toda la furia, la brutalidad, las bajezas a las que todo ser humano es capaz de llegar.
Para los que no conozcan la historia, esta nos cuenta lo sucedido en la provincia de Buenos Aires, donde un hombre que perteneció al aparato burocrático de las fuerzas de represión de la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983, Arquímedes Puccio, encuentra en su oscuro oficio, una manera eficiente de llevar a cabo diferentes secuestros extorsivos, práctica que se extendió en el inicio de la democracia con el fin de obtener el esquivo beneficio económico personal y familiar.
El film transita por momentos de fuerte realismo e impronta documental, Trapero ratifica su solidez narrativa con esta reconstrucción de la sórdida historia de una respetable familia de un barrio tradicional de Buenos Aires los que llevaban una doble vida impensada para sus vecinos. Precisamente, la confianza que despertaba la familia Puccio fue lo que les permitió hacer dinero con el secuestro y el asesinato de muchos conocidos adinerados entre el final de la dictadura militar y los primeros años de la democracia.
El film expone el momento histórico para ubicarlo temporalmente, y coloca la lupa sobre la doble condición de este grupo que en micro escala demostró funcionar a imagen y semejanza de la dictadura, con un permanente mecanismo de negación acerca de los males propios y una externa demostración de virtudes y religiosidades.
La doble faz entre la afectividad familiar y la oscuridad criminal es lo más perturbador a la hora de mostrar cómo funcionaba la familia Puccio dentro de las paredes de su residencia, mientras en el sótano o en el baño tenían a las víctimas secuestradas. La película nos muestra hasta qué punto era coherente la conducta esquizofrénica de todos los integrantes de esta familia. Por acción u omisión.
La vida cotidiana coexistía con el horror de los secuestros pero sin conectarse, como el que pone alto el volumen de la radio para no escuchar o mira hacia otro lado para no ver, porque ésa era la consigna que bajaba desde la autoridad del Psicópata-padre-patrón interpretado magníficamente por Francella que compone brillantemente a un sujeto de dos caras, esgrimiendo una autoridad incuestionable. El frío manipulador coexiste con el páter familias que colabora en las tareas domésticas, escolares para luego redactar notas extorsivas en la soledad de su escritorio, donde luce su diploma universitario de contador.
La música cumple un rol atmosférico importante dentro del film. Al contrario de lo habitual y lo obvio, la banda sonora no intensifica sino que suaviza la tensión.Canciones ochenteras de Virus, Seru Girán o David Lee Roth, a la vez que estilizan el relato, lo vuelven menos denso y claustrofóbico.
Al respecto, la escena en que el hijo echa mano a un respirador de buzo, sintetiza la literal falta de aire la permanente presión y dependencia paterna, porque aquí la fuerza del mal se descarga en el padre y muestra a su entorno bajo una inquietante y falsa victimización… ambiguos entre lo corrupto y lo corruptible.
La película tiene un innegable profesionalismo en todas sus áreas. Nos comparte la perturbación ante esa extraña mezcla de familia falsamente ejemplar y su siniestra mezcla de fama, respetabilidad, dinero, deshumanización y delincuencia.
Múltiples capas del relato que no siempre funcionan con la misma fluidez pero con una dimensión que va más allá del simple filme policial y trasciende la mera animación de un recorte periodístico de la crónica roja de hace 30 años.
Trapero vincula, expone, saca a la luz datos desconocidos para las nuevas generaciones y para ser rememorados por quienes atravesamos tiempos más oscuros a ambos lados de la cordillera. Pablo Trapero nos tiene acostumbrados a su cine, vamos a sufrir sus historias, nos van a provocar, y esta vez, volvió a hacerlo.