Miro con cierta inquietud lo que está sucediendo. Porque cuando lo que ahora es la Concertación decidió apoyar el camino trazado por Guzmán y Pinochet (el plebiscito) para la implantación de lo que he llamado “democracia aparente”, anunciamos con temor que para estos años (2010 dijimos) se produciría un agudo conflicto de participación que pondría en crisis el sistema político.
El temor era – y sigue siendo – que al no existir espacios democráticos en el sistema, hubiera grupos cada vez más amplios que trabajaran fuera de él.
El modelo impulsaba a eso, siguiendo tal vez los ejemplos de Estados Unidos o Colombia, países con muy baja participación electoral, pero que logran mantenerse estables a favor de una minoría que se autorreproduce, con alto control por la vía ideológica y los aparatos policiales y militares, abiertos o encubiertos.
Con más de tres millones de personas que pudiendo inscribirse en los registros electorales y no lo hacen, el ejercicio democrático de elegir autoridades se va reduciendo proporcionalmente de modo alarmante.
Es claro que parte del objetivo de los creadores del sistema constitucional era desincentivar la inscripción electoral, como parte de la estrategia de mantención y vigencia (estabilidad le llamaron), aunque ello restara representatividad a quienes el pueblo, una parte del pueblo ciertamente, elige.
Los estudiantes han iniciado un proceso de exigencias a la autoridad que se expresa desde fuera de la institucionalidad y aunque hay gestos de reconocimiento a las estructuras, las demandas exceden de lo meramente estudiantil, pues están canalizando el descontento de amplios sectores de la sociedad respecto de la realidad que se vive en el país.
Cuando una encuesta reconocida revela un apoyo de una cuarta parte de los consultados al Presidente elegido por la mitad de los electores, está dando un dato gravísimo: la falta de credibilidad del jefe del Estado y del Gobierno a poco más de un año después de haber sido elegido, tanto que ni sus partidarios se mantienen a su lado.
El descontento, el desagrado, la indignación de muchos frente a las injusticias, la desigualdad, los problemas objetivos, las dificultades económicas, la falta de expectativas, el “desorden establecido” en definitiva, nos ponen frente a una realidad en la cual las salidas no pueden ser las respuestas que da el gobierno.
Eso queda en evidencia cuando el rechazo de los peticionarios al documento del ministro de educación es rechazado de plano y casi de inmediato, fundándolo unos en su generalización y otros en su detallismo.
Quiero decir que el verdadero objetivo y los reales fundamentos de la agitación que se vive no tienen que ver solamente con los temas vinculados a la educación, sino con la necesidad de protestar por tantos años de frustraciones y por la existencia de un régimen institucional que no da espacios a verdaderos ejercicios democráticos.
No hay participación y toda la legislación, la nacida antes y después del 90, fortalece al autoritarismo, el centralismo, el poder unipersonal del presidente o de los alcaldes y cada vez el grupo de dirigentes políticos se empequeñece, se cierra sobre sí mismo, se envejece, se anquilosa.
No hay voluntad en el mundo político dominante para cambiar la Constitución y abrir paso a una democracia más sólida y participativa.
Entonces la demanda que parte con los pases escolares termina en petición de Asamblea Constituyente y plebiscito. ¿Será esa la solución?
Podría ser, pero para que el sistema que nazca de esos mecanismos tenga real validez y no sea sólo una parodia de democracia, esos tres millones de auto marginados deben inscribirse en los registros electorales y participar activamente.
De lo contrario seguiremos gobernados por las mismas minorías, los iluminados de siempre, los que creen que tienen derecho a seguir manejando los asuntos de la sociedad.
Y la democracia, hoy débil, terminará disuelta.