En una pura semana, la ciudad de la caca de perro tuvo visitas rockeras de chilito: Carlos Cabezas y Perrosky. Por supuesto, acá muy poca gente se enteró, porque Chile no existe y si existe es sólo un terremoto o un volcán que fastidia aeropuertos.
Cabezas no vino en onda show sino en onda pololeo, con su mujer Claudia que es un encanto y sonríe y habla todo lo que él no.
Fuimos a cenar a “Honorio”, exclusiva cocinería clandestina donde mi amigo Pablo Borón (célebre fotógrafo y chef de noventera fama en Santiago) prepara frente a los contados comensales exquisiteces de primera categoría a reja cerrada.
“Honorio”, según yo, debe ranquear entre los lugares más copados de esta ciudad, aunque todavía pocos lo ubican y todavía no se llena de gente careta, menos mal.
Escuchamos los boleros de Carlos, la historia de por qué el otro Carlos se vino para acá (yo), y recordamos al paisaje rockero en común y todos sus pasteles (para qué mencionarlos,¿no?).
Yo no comí esa noche porque venía de la pega más que estresado, y además había lasagna y mi quesofrenia me lo impide. Cabezas se veía bien y simpático y relajado, nunca lo he visto de otra manera. Fue una divertida velada, y por un momento fugaz, eché de menos… pero lo que echo de menos es preciso: el mar.
Siete días después, también después de la pega y todavía más cabreado que la semana anterior, conocí el famoso Espacio Puyrredón, un segundo piso de mansión antigua sobre Santa Fe transformado en sala de tocatas y fiestas.
Había cola y una larga escalera, y adentro mucho ruido y transpiración. Y lo primero que veo: a Oliver Knust, superhéroe del rock independiente, que me invita rápidamente a su siempre presente stand con discos y poleras a la venta que siempre pone la bandera incluso en este país ombliguista.
Y luego, el show: impecable, energético, gritado y rockerazo; todo lo que Perrosky siempre ha sido y más promete. La gente gozaba y habían muchas cámaras, y no sólo de los amiguis locales de los hermanos Gómez.
La noche del sábado, antes de ayer, la tocata se repitió pero en el Club M.O.D., de San Telmo, un lugar mucho menos hippie y más limpito y con pinta de discoteca (ya no sé cómo se dice discoteca hoy en día).
Nuevamente la gente lo pasó del uno, bailando y coreando las canciones y cerrando con gran aplauso un espectáculo que cada vez que veo encuentro mejor.
Me saco el sombrero y recomiendo a los que no conozcan todavía a este dúo inimitable, ¡larga vida Perros!