A lo largo de la historia de las luchas sociales y políticas, los pueblos en determinados momentos logran conquistar oportunidades de llevar a cabo grandes transformaciones.
No queremos remontarnos a Espartaco y la rebelión de los esclavos contra Roma, o a los grupos populares que en distintos momentos y lugares de la Edad Media se opusieron a la opresión de la jerarquía religiosa, o a los cimarrones que se negaron a ser explotados por quienes saquearon América desde 1492 y supieron articular proyectos alternativos de sociedades solidarias.
Si nos centramos sólo en la historia contemporánea, podemos evocar la Comuna de París (1871), la Revolución Mexicana (1910), la Revolución de Octubre en Rusia (1917), el levantamiento espartaquista en Alemania (1919), la guerra civil en Grecia tras la II Guerra Mundial, los procesos de independencia de los pueblos del Sur en la segunda mitad del siglo XX (Egipto, Argelia, Congo, Angola, Mozambique, Indonesia), la Revolución Cubana (1959), el triunfo de la Unidad Popular en Chile (1970), la Revolución de los Claveles en Portugal (1974), la Revolución Sandinista (1979) o los proyectos políticos que hoy avanzan hacia el Socialismo del Siglo XXI en América Latina.
Todos estos procesos revolucionarios transformaron profundamente su realidad, bien por los cambios que produjeron, bien por la reacción que suscitaron de las potencias exteriores y las clases dominantes locales, bien por las consecuencias dolorosas de su derrota.
El pueblo español conquistó su oportunidad un luminoso 14 de abril de 1931, cuando las multitudes expulsaron al rey felón, Alfonso XIII, y proclamaron con fervor el fin de los privilegios de sangre.
España, convertida por la voluntad popular en una “república democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia”, conoció entre 1931 y 1936 (y a pesar del oscuro interregno de gobierno de las derechas en 1934 y 1935) el mayor periodo de transformaciones de su historia: la reforma agraria y las leyes sociales en el campo, donde los jornaleros sin tierra de los grandes latifundios del sur vivían en condiciones terribles, el reconocimiento de derechos sociales a la clase obrera, las construcción de miles de escuelas.
También vivió la primavera de la Cultura, con un gran generación de intelectuales y artistas comprometidos con la República (Lorca, Machado, Alberti, Miguel Hernández, Josep Renau, María Teresa León), las reformas militares para transformar un ejército mastodóntico y brutal, la elaboración de estatutos de autonomía para Cataluña, Euskadi y Galicia, la reforma religiosa para liberar a la educación del control de un catolicismo cavernario, el carácter laico del Estado, las políticas de igualdad de género, la renuncia a “la guerra como instrumento de política nacional” explicitado en el artículo 6 de la conmovedora Constitución de 1931…
Todo ello se puso en juego en julio de 1936, cuando empezó la guerra civil tras el golpe de estado militar que comenzó la tarde del 17 de julio en el Protectorado de Marruecos.
El pueblo español, republicano, comunista, socialista, libertario, fue el único capaz de oponer resistencia al fascismo en Europa hasta que en junio de 1941 la Alemania nazi lanzó la “Operación Barbarroja” contra la URSS.
Y lo hizo en el marco de una movilización épica en la que decenas de miles de trabajadores ingresaron en las milicias de las fuerzas del Frente Popular y junto con los restos de las fuerzas armadas leales, la ayuda militar soviética a partir del otoño de aquel año y la llegada de más de 50.000 Brigadistas Internacionales (“los Voluntarios de la Libertad”) resistieron durante tres años la ofensiva de los militares golpistas y traidores, que contaron con el apoyo decisivo de las potencias fascistas y con la inhibición de los potencias democráticas occidentales, principalmente Francia y Gran Bretaña.
Entre 1936 y 1939 el pueblo español luchó por un país mejor, pero fue derrotado por el fascismo. La larga guerra civil y la dictadura de Franco no supusieron sólo el exterminio de la base social republicana y la implantación de un régimen oscuro y cruelmente represivo.
La derrota de la República fue también una gran oportunidad perdida que todavía hoy condiciona el desarrollo democrático de España.
Mientras decenas de miles de luchadores antifascistas aún yacen, más de 70 años después, en las cunetas -en las infames fosas del franquismo-, mientras el dictador todavía descansa en el “Valle de los Caídos”, donde su victoria recibe tributo público, la derecha se prepara para reconquistar el poder con un recuperado espíritu de cruzada y Madrid se viste de gala, con la complicidad de los poderes públicos y del gran capital, para recibir al jefe de la Iglesia católica en agosto.
Mientras cinco millones de trabajadores no tienen empleo y miles de familias carecen de ingresos y sufren la amenaza del desalojo de sus hogares, los herederos de Alfonso XIII preparan ya las maletas para pasar sus largas vacaciones estivales en Mallorca, entre regatas de lujo y palacios aristocráticos.
En 1939 la guerra la perdimos también nosotros.