El reciente cambio de gabinete realizado el lunes pasado por el Presidente de la República, incluyendo la intempestiva salida del ministro de Energía sólo tres días después de ser nombrado, marcó el término del “gobierno de excelencia”.
Bastaron apenas dieciséis meses, para que todo el país se diera cuenta que de excelencia tuvo poco y que era urgente enmendar el rumbo.
Los “mejores” debieron salir y dar paso a políticos de larga trayectoria y curtidos en conducción política, uno de los flancos más débiles de la actual administración, reconocido por moros y cristianos, y muy especialmente por el principal partido del oficialismo, que presionó hasta lo indecible para que el Mandatario les diera en el gusto llevando al gabinete a dos de sus principales figuras.
Pero más que el tema de las “sillas musicales” y de los “enroques”, a mí lo que me parece grave es que nuevamente el Ejecutivo haya optado por cubrir sus debilidades echando mano a su contingente en el Senado.
Ello no sólo dejó en evidencia la carencia de personas idóneas en la coalición oficialista –o la falta de interés- para ejercer altas responsabilidades públicas, sino además se hizo un enorme daño a nuestra democracia.
Dentro de unos días, el Senado contará con cuatro senadores designados, con lo cual se contribuye a socavar aún más el prestigio de un poder del Estado cuya representatividad ya está deslegitimada ante la ciudadanía.
Los gobiernos de la Concertación debieron esperar quince años para contar con los votos necesarios para eliminar la institución de los senadores designados heredada de la Constitución de Pinochet. Y la derecha sólo apoyó dicha reforma cuando se dio cuenta que ese enclave antidemocrático ya no le era útil para tener la mayoría en el Senado que no podía obtener de manera democrática.
En relación a los senadores designados, el vocero de gobierno dice la verdad cuando señala que yo sé de lo que hablo cuando me refiero a este tema.
Yo fui senador institucional, pero no porque yo quisiera serlo, sino porque esa era la institucionalidad existente en aquella época, que la derecha se negó durante años a modificar pese a los varios proyectos presentados tras el regreso de la democracia.
Además, yo no fui designado a dedo, sino por el hecho de haber sido elegido democráticamente Presidente de la República y, agrego, con el mayor porcentaje de votos de toda la historia de Chile. Como tal, yo juré respetar la Constitución y entré al Senado precisamente con el propósito de que las fuerzas democráticas contaran con un voto más para cambiar esa disposición. Así lo hice y es más, concursé nuevamente y me gané en las urnas el derecho a volver a ocupar un escaño en el Senado como lo había hecho el año 1989.
Nadie puede dudar de mis convicciones democráticas. Nunca he temido medirme ante nadie aun a costa de arriesgar una derrota.
Distinto es postular en circunscripciones protegidas sin compañero de lista; distinto es asegurarse la victoria gracias al empate político que garantiza el sistema binominal; y distinto es llegar al Parlamento por designación de la directiva del partido torciendo la voluntad popular, como acostumbra a hacerlo la derecha.
Hecha esta aclaración, me voy a centrar en lo que viene. Espero que esta nueva etapa que está iniciando el gobierno marque una profunda rectificación, en el cual prevalezca el cumplimiento de los compromisos de campaña por sobre las palabras.
Hasta ahora hemos tenido mucho más de lo segundo que de lo primero. Así ha sido, por citar un ejemplo, en el caso de la seguridad ciudadana, en el cual el despliegue publicitario no guarda relación con la realidad de los hechos.
En los meses precedentes a las pasadas elecciones presidenciales, el entonces candidato, hoy Presidente, se comprometió a derrotar la delincuencia y aseguró que le iba a “poner candado a la puerta giratoria”.
No sólo no ha ocurrido nada de aquello, sino que hoy se nos dice que es imposible hacerlo, precisamente en los mismos días en que se da a conocer el último estudio de la Fundación Paz Ciudadana, que concluye que la delincuencia ha experimentado la tercera alza más grande de los últimos diez años, así como también aumentó el temor de la población a ser víctima de un asalto.
En segundo lugar, hay graves problemas sociales pendientes que enfrentar. Uno de ellos, que duda cabe, es la crisis de nuestro sistema educativo. Y aquí nuevamente se están entregando señales confusas.
Cuando el Presidente señala que la educación es un “bien de consumo”, le está dando un espaldarazo a quienes llevan años lucrando con un tema sensible para las familias chilenas y, a la vez, le está demostrando al país que no está entendiendo nada del creciente descontento de la ciudadanía.
Seamos claros: la gente no quiere vivir en una sociedad de consumo, sino en una sociedad de ciudadanos empoderados y con igualdad de oportunidades para todos.
Por el contrario, si nuestras autoridades desean para nuestro país una sociedad de consumo, entonces están marchando en dirección opuesta a los intereses y aspiraciones de la mayoría de los chilenos, y también significa que en vez de velar por el bien común, este gobierno prefiere seguir reproduciendo las desigualdades que hoy existen en Chile y segmentando nuestra sociedad.
Y por último, espero que esta nueva etapa marque una mayor preocupación por los sectores más desposeídos de la población.
El país está creciendo a tasas elevadas, tiene un superávit fiscal de 1,3%, sus ingresos se han incrementado en un 8% y el royalty a la minería en el año 2010 recaudó más de 900 millones de dólares.
En este escenario, no calza entregar un reajuste del salario mínimo tan mezquino como el que se aprobó hacer un par de semanas y tampoco se justifica que proyectos de ley de gran relevancia social, como la ampliación del postnatal, la eliminación del siete por ciento que cotizan en salud los jubilados y el ingreso mínimo ético, lleguen con presupuestos restrictivos y con beneficios discriminatorios.
En definitiva, espero cambios de verdad y que el gobierno cumpla sus compromisos, porque para eso lo eligieron.
De ello dependerá que este nuevo gabinete sea un efectivo cambio de rumbo y no un mero maquillaje para frenar el creciente malestar de la ciudadanía.