En estos días en que finaliza un año y comienza uno nuevo, se reitera la pregunta ¿qué hacer?, ¿qué es lo que viene?, ante la avalancha de hechos que cruzan la vida nacional. Por una parte, está el proceso de reformas que se impulsa desde el gobierno y, por otra, las nuevas exigencias propias de la dinámica social, entre ellas, el alto interés ciudadano en la lucha contra la corrupción, por la transparencia y la probidad en la gestión pública.
Ante el debilitamiento de la autoridad y legitimidad que afecta al sistema político en su conjunto, la tarea de las tareas (en ello no puede haber duda alguna) es el fortalecimiento de la gobernabilidad democrática del país. Eso es lo que hace posible un curso sostenido a las reformas en marcha.
Precisamente, en relación al proceso de reformas, algunos se apuran más de la cuenta y quisieran desmontarlo todo para rehacerlo no saben cómo, son los maximalistas marcados por la euforia de arreglar la sociedad de una sola vez. Hay otros que no quieren cambiar nada, es el conservadurismo de los favorecidos por mantener el orden de cosas existente, cuya idea es que sus vidas prosigan igual, sin quebrantos de ninguna especie.
Entre ambas actitudes, he sostenido el camino reformista, de los cambios graduales, por vía institucional y con sólidas mayorías nacionales detrás de las mismas. En esta opción se entrelazan y unifican las propuestas y matices propias de la diversidad de una nación democrática, que deben tener como voluntad política y perspectiva estratégica la articulación de avances sucesivos que realicen la justicia social en democracia.
Por ello, hay que promover la alternativa reformadora, que logre mover los límites de lo posible, pero que lo haga sin poner en duda sus propios avances ante las luchas y contradicciones que el proceso de reformas va creando en su desarrollo. No hay que hundir el escenario con un peso que no sea capaz de soportar. Se trata de ubicar una línea de avances reformistas que abra nuevos espacios y horizontes, que se diferencie de un salto al vacío, de esos que pueden poner el país frente a un dilema que, a la postre, sólo provoque regresión social.
Se ha visto que uno de los mayores desafíos de este periodo, es lograr un adecuado equilibrio entre el fuerte presidencialismo del actual régimen político con el carácter plural del bloque social y político que lo sustenta. Más aún cuando en nuestro país, las mayorías nacionales necesarias para gobernar se forman con alianzas amplias e inclusivas.
En especial, ello debiese reflejarse en una nítida preocupación por la integración y participación del gabinete de ministros en la marcha del gobierno.En su composición se manifiestan las diversas fuerzas que lo sostienen y, en consecuencia, el aporte y respeto de sus miembros es fundamental. Un desencuentro en ese ámbito produce de inmediato tensiones evidentes.
Sin embargo, cada uno de los Partidos debe tener un superior y coherente sentido de responsabilidad política y no intentar sacar ventajas indebidas de episodios aislados. Hay incluso una exigencia mayor, los partidos que conforman el bloque de gobierno debe otorgar significado y trascendencia a sus deliberaciones si no éstas se tornan irrelevantes.
En suma, hay que robustecer la gobernabilidad democrática y lograr que el debate político no se consuma sólo en la contingencia, más allá de lo urgente que suenen esas controversias. Eso significa fortalecer la gestión en la conducción del Estado, financiar adecuadamente sus múltiples responsabilidades sociales, las que agregan ahora la gratuidad en la Educación Superior, así como, se debe modernizar el Estado, su aparato técnico y profesional, a la vez que asegurar la defensa del país y sus relaciones internacionales.
La gobernabilidad democrática implica tratar, por vía institucional, el proceso de avance hacia una nueva Constitución Política, que afiance un Estado social y democrático de Derechos, que corrija el fuerte presidencialismo del actual texto constitucional y genere instrumentos de participación ciudadana, como la iniciativa popular de ley, que realice traspasos efectivos de poder a las regiones y descentralice el país, sin colapsar el aparato estatal ni su rol, como el más potente inductor de un desarrollo que se haga cargo de la desigualdad que tensiona la convivencia nacional.
Un Estado potente, eficiente, en ningún caso burocrático, y tampoco copado por funcionarios indolentes o insensibles que actúan, muchas veces, sin reparar el daño social o nacional que provocan sus acciones, es decir, una institución cuyos sujetos asumen con autenticidad y coherencia la responsabilidad y la condición de servidor público, que deben contar con una ética que otorgue garantías y legitimidad a su acción ante el país. El fruto de ese múltiple esfuerzo dignificará la acción política y repondrá su legitimidad.
Sin un Estado democrático con una capacidad de gestión a la altura del fortalecimiento de la sociedad civil, el proceso de reformas difícilmente saldrá airoso; en el caso en que además el Estado se vea tensionado por una serie incontrolable de exigencias e impere el populismo en las demandas, esa será la mejor ayuda a la regresión social con que la derecha enfocará las próximas elecciones presidenciales.
No sería raro que se repita la paradoja, que el conservadurismo sea el que agite las aguas, con acciones de desgobierno tendientes a hacer más frágil la situación de orden público y seguridad ciudadana.
En este contexto, hay que ser claros, no todas las movilizaciones ayudan; no lo hace el vandalismo de los encapuchados, ni el desorden en las carreteras, ni la paralización de servicios esenciales a la población o en los servicios de navegación aérea, en suma, no es un aporte impulsar peticiones que se alejan de las condiciones actuales de Chile.
De modo que debiese revertirse la actitud de exprimir y agotar el Estado en un completo desbalance entre derechos y deberes. Es difícil pero hay que frenar el debilitamiento de su papel y el desgaste de su legitimidad, para dotarlo de una real capacidad de regulación y orientación de las grandes decisiones nacionales, un rol que permita a Chile avanzar con pie firme por una ruta que de seguridad, crecimiento y justicia social.
La derrota de la desigualdad es un objetivo y, a la vez, una vía estratégica de largo aliento que rechaza el desgobierno y se funda y apoya en el fortalecimiento de la gobernabilidad democrática del país.