Dos hechos públicos impactaron el fin de semana reciente en relación con la muerte. La noticia parecía increíble: en el mundo de la paz, la sociedad con menos delincuencia, la de aquellos que entregan el Nobel de la Paz, se había desatado la violencia.
Una bomba en los edificios del gobierno, acontecimiento seguido de una matanza horrorosa de decenas, casi un centenar, de jóvenes que participaban en un campamento de verano de un partido político.
Un solo hombre, previsto de centenares de balas dum-dum, con una sola arma, disparó durante una hora y media, matando y dejando heridos a muchos. El hecho tiene ribetes increíbles, porque para todos era un hecho impensable, fuera de toda probabilidad imaginable.
Un solo sujeto – así al menos lo declara él – es el autor de ambos atentados. Una sola persona pone en jaque a una sociedad completa y pone cien muertos en el tapete político. Invoca razones para justificar los hechos y por ellos se declara confeso pero no culpable. Es decir, “yo lo hice, pero no me pueden condenar por ello”. ¿Por qué?
Porque él cree que tiene buenos argumentos: el gobierno favorece la inmigración de grupos religiosos islámicos y personas filosófica o políticamente marxistas. El criminal sostiene que su acto es positivo para la sociedad y al matar a jóvenes laboristas, izquierdistas para el ambiente noruego, mata a potenciales aliados de los musulmanes o de los marxistas. Y además puede quitar los incentivos para que esos grupos continúen llegando al hasta ahora paraíso de la paz.
La muerte de Amy Winehouse es, por el contrario, una muerte individual, auto provocada, ya sea consciente o inconscientemente. Una exitosa cantante cae en la trampa de las drogas y llega al cósmico y misterioso límite de los 27 años sin ser capaz de sobrepasarlo, como muchos otros artistas de su mismo o mayor nivel.
Muere de sobredosis, el exceso de las drogas y del alcohol, arrastrando tras de sí a numerosos de sus seguidores, quienes como homenaje fueron a emborracharse a las puertas de su casa y dejaron una estela de botellas en la calle.
Dos jóvenes de alrededor de los 30 años, un poco más uno, un poco menos la otra, acaparan la noticia, ambos con un estilo de vida que, siendo muy diferente, pretenden ejercer liderazgo entre los jóvenes de nuestro tiempo.
La respuesta al joven noruego no ha sido, hasta ahora, la que él esperaba. Miles de personas se han reunido en las calles para clamar por la paz. Cientos de miles frente al edificio en el que se entrega el Nobel, cada uno con una flor en la mano, dieron testimonio de su fe, de su convicción por la paz, de su deseo ferviente de seguir viviendo en una sociedad pacífica e integradora.
Unos pocos centenares concurrieron hasta los tribunales, evidente y explícitamente dispuestos a lanzarse sobre el criminal y a darle muerte si es preciso. Es decir, ellos cayeron en la trampa deseada por el terrorista, quien de ese modo se dejaban arrastrar por el ánimo violento.
Uno dijo: “lo mataría en dos minutos”. Esa ira es minoritaria, pero quedó sembrado el germen buscado. Con su rostro sonriente y en aparente tranquilidad, el criminal noruego llegó hasta la corte que lo dejó detenido. Sabe que ha conseguido algo.
¿Qué une estos dos hechos?
La juventud y el ejemplo. Uno con la violencia, otro con la droga. Mostrando a los jóvenes de hoy una falta de sentido de la vida, un camino de locura y desazón, una ruta que no es la que queremos para el futuro. Hay quienes quieren ofrecer ese mundo a las nuevas generaciones.
Otros apostamos por la paz, el amor, el entendimiento, la salud del espíritu y del cuerpo.
El conflicto está planteado. La muerte ronda a los jóvenes, por eso debemos seguir pugnando por la vida.