Muchas veces hemos oído que tanto padres como hijos se lamentan el haberse perdido partes de la historia juntos, experiencias que no pudieron compartir.
Esto se hace más relevante cuando centramos nuestro foco en las familias adoptivas y en los niños que fueron adoptados en edades más avanzadas.
La experiencia de haber apoyado a muchas familias a formarse y, específicamente, cuando he sido testigo del encuentro entre un niño de 4 o 5 años con su familia, me ha permitido observar claramente el proceso de vinculación y adaptaciones.
Un bebé suele tener facilidad para encontrarse con su familia adoptiva, porque sus procesos de vinculación tienden a darse sin mayores obstáculos.
Sin embargo, la adopción de niños mayores presupone procesos de vinculación paulatinos, tiempos de encuentro que varían de un niño a otro, que consideren el contexto en que han estado insertos, sus experiencias positivas y negativas, las separaciones y los duelos propios de su historia, incluyéndose la mayoría de las ocasiones experiencias traumáticas ligadas a negligencia, maltrato o abuso.
Comúnmente se habla de los “problemas en la adaptación a la adopción”, dificultades que han sido históricamente puestas en los niños, quienes se llevan el peso o la responsabilidad, como si de ellos dependiera o estuviera en su voluntad.
Se mal entiende que la tarea de la adaptación recae en los niños, dejándose a los padres en un rol más bien pasivo y enfocado a la tolerancia y la paciencia frente a conductas que debieran ceder en el tiempo.
Centrar la superación de estas dificultades en la paciencia de los padres nos lleva a dos riesgos importantes: por un lado, facilita el sentimiento de impotencia y desgaste en los padres (cuya paciencia muchas veces se agota), y por otro un riesgo mayor, el restringir la capacidad de los padres de reflexionar y comprender las vivencias internas del hijo.
El niño comienza a mostrar conductas “menos adecuadas o mas disruptivas” o lo que llamamos comúnmente “se está portando mal”.
Cuando los padres nos verbalizan esta situación, nos alegramos, pues esto supone que el niño está comenzando a sentir la confianza como para mostrar sus emociones, y comenzar a mostrarse tal como es, y es en este período en que los padres hacen uso de todas sus habilidades, para contener y ayudar a que el niño vaya encontrando su lugar.
Asimismo, en este contexto, tienden a surgir en los niños adoptivos variadas conductas que son vistas por los adultos como retrocesos y que buscan inconscientemente ser “cuidados como bebés”: niños que se dormían solos comienzan a requerir de un adulto para hacerlo, que antes comían solos y ahora quieren que se les dé en la boca, niños que vuelven a hacerse pipí, que quieren ser acunados para dormirse, usar chupete cuando ya lo dejaron.
Creemos que las conductas regresivas pueden ser vistas, experimentadas y entendidas como una oportunidad de revivir y reparar una parte de la historia que los padres y sus hijos no pudieron compartir.
Para el adulto puede ser una oportunidad especial de generar ese vínculo propio de padres e hijos, lo que sólo se logra con el tiempo tras acumular experiencias comunes, de atención y cuidados.
Es por ello que proponemos hacer otra lectura, esta vez desde el niño: sentir que en este nuevo contexto afectivo que se le ofrece pueda recuperar el tiempo perdido, revivir con calma aquellos procesos que debió saltarse o apurar como una forma de adaptarse o -por qué no- de sobrevivir al medio que se le ofrecía.
Estas actitudes se deben a lo que distintos autores han descrito como “sobreadaptación”, “falso self” o “estilo de apego evitativo”, conceptos que apuntan al surgimiento de una madurez emocional forzosa, antes de tiempo, como una forma de ajustarse a las condiciones de vida en que está inserto y/o de complacer a los adultos, pero no necesariamente están consolidadas al interior del niño.
Entender que el niño se está dejando querer, calmar, cuidar, como debió haber sido en otro tiempo por sus padres, lo que por distintas circunstancias no pudo ser, es tarea de los adultos, son su padres adoptivos quienes lo acompañan en este proceso y que le permiten expresar sus sentimientos de alegría o de tristeza, sin juzgarlas como un fracaso de su labor como padres, y considerar sus recuerdos consientes o inconscientes, como un proceso, es así como la historia de este pequeño se irá engarzando paulatinamente a través del tiempo con la de sus padres adoptivos.
Proponemos una mirada que permita al hijo adoptado ser a ratos nuevamente “bebé”, dejándose querer y cuidar por su nueva familia. El llamado es a atreverse a adoptar niños más grandes, ellos están esperando.