Se ha roto un nuevo “pacto de silencio”. Esta vez ha servido para conocer el horror detrás del asesinato de 19 personas de Laja y San Rosendo.
Lamentablemente, este ha sido el único camino posible para conocer la verdad detrás de algunos casos de brutal violación de los derechos humanos cometidos durante la dictadura, como recientemente sucedió con el emblemático caso de Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana.
En todo caso hay que precisar que en estos pactos de silencio que se han roto es posible detectar dos formas de construirlos: por un lado el amedrentamiento y amenaza a jóvenes conscriptos y policías, así como a sus familias, tras convertirlos en autores materiales de planes criminales de superiores, y por otra parte el “premio”, por la vía de ascensos, destinaciones y jubilaciones, a los oficiales que comandaban las unidades exterminadoras.
En el caso de la denominada “Masacre de Laja”, que hasta ahora era probablemente uno no muy conocido para muchos concurren al menos, tres factores que lo hacen totalmente representativo del terrorismo de Estado implementado por la dictadura desde el primer día.
Por un lado la actuación del brazo uniformado, representado en este caso por Carabineros; por otro la participación de lo que el ex Presidente Piñera denominó “cómplices pasivos”, que en este caso fueron más bien activos, y que se retrata en la actuación de la CMPC; y, finalmente, en el rol cumplido entonces por la actual ministra de la Corte Suprema, Rosa Egnem, que grafica parte importante de la actuación del Poder Judicial durante la larga noche del autoritarismo.
Han pasado ya más de cuatro décadas desde estos injustificables actos que afectan hasta el día de hoy a sencillas familias de trabajadores de la “papelera”, de ferrocarriles e incluso a personas detenidas por razones totalmente alejadas de la política. Sin embargo, para quienes no hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante la muerte injustificada de chilenos, es indignante comprobar que tanto las víctimas, como algunos de sus obligados ejecutores eran jóvenes que apenas se empinaban sobre los 20 años.
Molesta también comprobar el rol gravitante de aquellos civiles, que como señalara el Presidente Allende, buscaban recuperar con mano ajena sus privilegios. En este caso una empresa, que a través de su superintendente y su jefe de la división de personal, entre los más visibles, no solo “seleccionó” las víctimas, sino que también facilitó sus dependencias y vehículos, el alcohol que se les obligó a beber a los policías antes que cometieran este horrible asesinato colectivo y hasta el terreno donde fueron ocultados sus restos.
Indigna saber que recién el 2010, gracias a la iniciativa de la Asociación de Familiares de Presos Políticos Ejecutados de Laja y San Rosendo, el ministro de la Corte de Apelaciones de Concepción Carlos Aldana pudo dejar sin efecto el sobreseimiento y reabrir la causa, que tiene a once carabineros procesados, entre ellos el oficial acusado como autor de este homicidio: el entonces teniente Alberto Fernández Mitchell.
Hemos dicho que no queremos que la verdad que surge tras el rompimiento de los pactos de silencio que parecían estar cumpliendo con su misión de obstruir la justicia y perpetuar la impunidad, incluso en aquellos casos donde todos saben qué pasó, sean un “veranito de San Juan”, que sea solo un tímido rayo de sol que se cuela, casi accidentalmente, entre las negras nubes que pretenden ocultar la verdad.
Por eso no basta con alegrarse de que las pesadillas o los residuos de conciencia que aún existen en algunos de los victimarios (porque al parecer los autores intelectuales no tienen) sirvan para ratificar ante la justicia lo que las familias siempre han sabido. Se necesita generar las condiciones para que más involucrados den el paso que permita romper con ese silencio forzado que las instituciones y sus jefaturas idearon e implementaron para garantizar su impunidad.
Porque ya no es posible seguir aceptando la gastada tesis de los “excesos individuales” que tiene como único objetivo hacer pagar a los eslabones más débiles de la cadena de mando.
Confiamos en que los tribunales sabrán ahora restituir el imperio de la verdad que muchos denegaron durante la dictadura que no reconocía detenciones, torturas, ejecuciones y desapariciones y que recurrían al ilegítimo decreto de auto-amnistía para justificar lo injustificable. Los otros poderes del Estado, por cierto, también deben hacer lo suyo.
A estas alturas del siglo y de la historia que queremos escribir mirando hacia un futuro digno y democrático, la única meta posible es que se sepa toda la verdad, porque como dice el gran poeta uruguayo Mario Benedetti.
En el fondo el olvido es un gran simulacro
nadie sabe ni puede/ aunque quiera/ olvidar
un gran simulacro repleto de fantasmas.