En menos de siete meses, Piñera ha nombrado a 4 senadores como ministros de su gobierno, lo que, además de forzar las disposiciones constitucionales –“lo que no está prohibido se puede hacer”-, ha confirmado cuán perniciosa es la norma que deja en manos de los partidos el reemplazo de quienes abandonan el cargo para el cual fueron elegidos.
Dicha norma fue aprobada en 2005, en el mismo momento en que el Congreso puso término a la institución de los senadores designados, y su principal promotor fue Adolfo Zaldívar, entonces senador y presidente de la DC, quien propuso cambiar el procedimiento que permitía que asumiera el compañero de lista del renunciado (como ocurrió cuando Jorge Lavandero, de la DC, fue sustituido por un militante radical), y en lugar de eso, darle al partido respectivo la facultad de designar al reemplazante.
El club de los partidos con representación parlamentaria estuvo completamente de acuerdo.
Se trata de un mecanismo turbio, que contradice el principio de que todos los parlamentarios deben ser elegidos por sufragio universal y que, consiguientemente, profundiza el deterioro de la autoridad del Congreso Nacional. El gobierno de Piñera y los partidos de derecha han abusado del mecanismo y han terminado por demostrar sus vicios.
La primera persona que renunció al cargo parlamentario para integrarse al Ejecutivo fue Carolina Tohá, que era diputada por Santiago y fue designada ministra secretaria general de gobierno por la Presidenta Bachelet, en enero de 2009, tras lo cual el PPD designó como reemplazante a Felipe Harboe, hasta ese momento subsecretario de Interior. Fue un mal precedente y hay que reconocerlo.
La UDI le ha sacado el jugo al mecanismo. A comienzos de 2011, hizo renunciar al diputado Gonzalo Uriarte para que se convirtiera en senador durante los tres años que le quedaban a Evelyn Matthei como representante de la Cuarta Región y, de pasada, aprovechó de incorporar a un nuevo soldado a sus huestes en la Cámara.
Hoy, varios diputados de la UDI pelean a brazo partido, sin preocuparse por las apariencias, para quedarse con los cupos que dejaron Pablo Longueira y Andrés Chadwick.
El espectáculo es grotesco.
Si el sistema binominal ha favorecido la oligarquización de la política, el reemplazo de los parlamentarios que dejan su puesto ha agravado tal tendencia. A la luz de la forma de actuar de la coalición gobernante en esta materia, sobran los motivos para que la mayoría de la población tenga mala opinión sobre las prácticas políticas, los partidos y el Congreso.
El ex ministro Sergio Bitar envió una carta a El Mercurio (21 de julio) en la que describió los múltiples efectos negativos de que los partidos reemplacen a los parlamentarios que renuncian, y propuso: “Me parece indispensable contemplar una reforma constitucional, con la expresa mención de que el cargo elegido no es renunciable ni menos intercambiable por la función ministerial”.
¿Sólo eso? ¿Y dónde queda la necesidad de llenar los cargos parlamentarios vacantes de una manera irreprochablemente democrática?
Los parlamentarios pueden enfermarse y quedar impedidos de ejercer el cargo; ser desaforados y sometidos a juicio; y obviamente, fallecer durante su período. En cualquier caso, lo que corresponde es realizar una elección complementaria de un nuevo parlamentario. Ese es el procedimiento transparente y se aplicó exitosamente en Chile por largo tiempo.
Ha llegado la hora de restablecerlo.
La derecha teme que las elecciones complementarias rompan con la lógica del sistema binominal, esto es, con el empate institucionalizado entre las dos fuerzas principales. La elección complementaria sería en los hechos “uninominal” (un solo cargo en disputa), lo que permitiría demostrar que incluso tal sistema es superior al binominal, ya que premia con el único cargo disponible a la fuerza que logra la mayoría en las urnas.
Se necesita una reforma constitucional que reponga el mecanismo de las elecciones complementarias.
Sería el primer paso para terminar con la vergüenza del binominalismo y establecer, de una vez por todas, un sistema proporcional que abra paso a elecciones realmente competitivas, cuyo resultado refleje la voluntad de los electores.
Eso sí que ayudaría a sanear la política en Chile.