Dentro de todo el deterioro institucional que como país estamos viviendo, es difícil no declararse indignada. Como ciudadana pienso que esta lluvia de millones que desfilan por informes de asesorías no hechas o entregadas “verbalmente” chocan y abofetean a la mayoría de chilenos que ganan menos de un millón de pesos por los arduos trabajos que desarrollan.
Es el caso de todos los educadores y de tantos otros trabajadores del país que realizan servicios relevantes para nuestra vida diaria, como los son la salud, el transporte y el aseo entre otros. En este cuadro, por higiene mental y para seguir creyendo en las utopías, parece importante volver a las agendas de desarrollo de nuestro país, en este caso la de la educación parvularia.
A lo largo de estas columnas, he abordado los grandes y pequeños temas del sector, estos últimos, no por ello, menos importantes. Me he referido desde las políticas y metas de gobierno, a las celebraciones educativas de la navidad, al aprovechamiento de las vacaciones de los niños y niñas, pasando por la necesaria dignidad en forma y fondo de los educadores de la primera infancia.
Hoy quiero centrarme en lo trascendente y aunque sea majadero reiterar ciertos temas que como país deberíamos estar pensando: la formación de los niños y niñas chilenos desde el nacimiento.
Si hay un tema central en la educación es el para qué formamos, pregunta que debería ser contestada en toda reunión que sostuvieran los educadores con las familias. Si la respuesta fuera para favorecer una persona integral e íntegra, con una sólida escala valórica preocupada por el bien común y que ama a su país a través de cada uno de sus habitantes, retomaríamos el gran sentido de la educación.
De esta forma se superarían los proyectos individualistas y por sobre todo se avanzaría en pilares de la convivencia como la solidaridad, el respeto en lo personal y la cultura. Se valoraría el desarrollo y los talentos de cada cual, porque todos tienen algo que sumar a este gran proyecto de país.
En ello, tiene mucho que aportar la etapa desde el nacimiento hasta los seis años, que es la que comprende la educación parvularia y no “preescolar” como algunos erróneamente la denominan, porque pretende ser mucho más que una preparatoria para una escuela rígida y tradicional.
Es la instancia formadora inicial de las actitudes y habilidades básicas del ser humano en todos sus ámbitos: valóricos, de convivencia, de estilos cognitivos, comunicación, expresión, creatividad, maneras de vida saludable, entre otros. Sin perder de vista que todo ello sea positivo para que los niños estén abiertos al mundo y sean todo lo felices que puedan ser.
Es por eso es que el juego es importante como medio y fin, junto con el amor desinteresado y permanente a los párvulos. De esta manera se puede constituir este período como un gran reservorio de energía y de gratos recuerdos para los desafíos que vienen, que no son fáciles, junto además con ir dotando a los niños y niñas de las grandes herramientas, saberes y haceres que se necesitan para una formación realmente humana.
Por lo señalado, no me cansaré de reiterarles a los educadores, familias y diversas comunidades, la importancia de abocarse a conversar sobre lo realmente importante y se preocupen de dar los tiempos y espacios a esta labor tan fundamental, en la cual, muchos educadores y personas de buena fe, los podrían asesorar gratis, como siempre lo han hecho.
Si queremos un Chile mejor que lo que estamos viendo, se requiere una verdadera educación, y eso va más allá de los proyectos legislativos siempre perfectibles; tiene que ver con nosotros y lo que queremos para las nuevas generaciones, y esa tarea, no la puede reemplazar nadie.