En el largo historial de grandes desastres naturales que tiene Chile, al igual que otros rincones del mundo, hay un impacto indudable en el carácter, la voluntad y las emociones de los afectados en forma directa e indirecta, y del país en su conjunto.
Cada hecho pasa a ser significativo desde el primer instante en que acontece, por lo cual aparecen algunos rasgos de la templanza humana que vale la pena rescatar. Más allá de la pregunta obligada de por qué ocurren estos hechos, es posible darle otra mirada, a la par de contener, atender, resolver, socorrer y prevenir, que son las funciones esenciales del Estado y sus representantes en los diversos niveles.
Todos los seres humanos tenemos nuestros propios desastres naturales: pérdidas, desafíos grandes de salud, rupturas, fraudes, discriminación y rechazo son sólo algunas marcas que nos atravesarán para siempre, si no sabemos capitalizarlas a tiempo. Es lo que en el lenguaje de la psicoterapia se denomina “resiliencia”, que es la capacidad de sobreponernos a los desafíos gigantescos, y resignificarlos para crecer, aunque duela.
El dolor por la pérdida es lo primero que aparece. La irrupción, por lo general, sin anunciar estos episodios nos marca de una forma tan contundente, que nos sentimos desnudos frente a la tremenda adversidad. El proceso de pérdida encuentra su cauce cuando, tras el desánimo inicial y las consecuencias lamentables en muchísimos casos, empezamos a andar paso a paso, para reconstruirnos.
Lejos del estrépito de lo que vivimos en esos momentos, en el silencio del alma aparecen en forma consciente o no la reflexión sobre el sentido de finitud.
En occidente hemos sido entrenados a pensar la vida como si siempre hubiese un mañana y cuando la vida misma nos arrebata algo que queremos –como una persona entrañable-; por lo que luchamos muchísimos años –como nuestra vivienda, negocio o pertenencias- o la salud y todas las limitaciones que conlleva por lo general, nos damos cuenta que no somos eternos, y que, si lo miramos en perspectiva más allá del dolor del instante presente, podemos ver que esto tan tremendo viene a enseñarnos algo: nuestra fortaleza interna.
Es ahí donde el proceso de reconexión individual empieza a crear nuevas realidades. Se activa el sentido de ayudar que, como una gran cadena de manos, va armando un engranaje consistente para sobrellevar lo inevitable. Y nos damos cuenta, por fin, que, “no sé cómo”, estamos saliendo adelante, y que lo valioso es vivir más el presente y agradecer por lo (poco o mucho) que nos ha quedado.
Quedan para otras reflexiones el apoyo que necesitemos recibir; siempre es bueno abrirse a pedir, a exigir si es necesario, y a proponer alternativas individuales y de bien común.Transitaremos después el proceso de darle sentido a la experiencia, y apoyar a otros cuando atraviesen cosas realmente difíciles.
Lo que sí es seguro, nunca volveremos a ser los mismos. Estamos cascoteados, golpeados, heridos, dolidos. Y más fuertes si la voluntad interna sale a la luz.