Al renunciar a su cargo de Director Sociocultural de la Presidencia, Sebastián Dávalos dijo que pedía perdón por “el amargo momento” causado a la Presidenta. En realidad, tienen que haber sido muy amargos los días vividos por Michelle Bachelet a propósito del escándalo financiero-político protagonizado por su hijo y su nuera, que se conoció el 6 de febrero a través de la revista Qué Pasa.
La amargura es comprensible. Se trata del golpe más duro recibido por su gobierno, y llegó por donde menos se esperaba. Tiene que haberle afectado dolorosamente el hecho de que su hijo haya quedado tan mal parado ante el país y se haya visto forzado a dejar el cargo en que ella lo nombró. Es evidente que se volverá más difícil su tarea de gobernar.
El caso Dávalos deja duras enseñanzas respecto de los riesgos derivados de la falta de rigor para distinguir lo público de lo privado. No se trata sólo de lo que permiten o no permiten las leyes, sino del espacio en el que gravitan los escrúpulos de cada persona, sus buenas o malas costumbres. Tratándose del aparato estatal, es sabido que puede haber normas perfectamente diseñadas, pero si el funcionario respectivo flaquea moralmente, puede pasar cualquier cosa.
El balance de este caso es deplorable. La operación especulativa llevada a cabo en la Sexta Región por la empresa CAVAL, de la cual es dueña del 50% la esposa de Dávalos y éste fue gerente de proyectos, pudo materializarse gracias al “aval simbólico” de representaba Michelle Bachelet, usado por los representantes de la empresa, entre ellos su hijo, para conseguir un préstamo insólitamente generoso del Banco de Chile en 2013, en los días en que nadie dudaba, tampoco Andrónico Luksic, acerca de quién ganaría la elección presidencial.
Con dicho negocio en marcha (comprar barato y vender caro), lo aconsejable era que Dávalos no entrara al gobierno, pero Michelle Bachelet decidió nombrarlo Director Sociocultural de la Presidencia. No era obligatorio que ese cargo lo desempeñara un pariente suyo, y lo demuestra el hecho de que en su primer mandato lo ejerció María Eugenia Hirmas.
Son múltiples los vínculos entre el Estado y el mundo empresarial y, por lo tanto, respetar y hacer respetar los límites es un asunto crucial. Cuando eso no ocurre, se abren las compuertas para el tráfico de influencias, el nepotismo, los contratos turbios, el intercambio de favores, las corruptelas diversas.
Por eso fue un gran avance la Ley de Transparencia aprobada en el primer gobierno de Bachelet.Es sano que los ministros y altos funcionarios declaren su patrimonio e intereses al entrar en funciones. La probidad depende ciertamente de cada persona, pero hay que asegurar que las normas no sean papel mojado.
Las relaciones entre el dinero y la política plantean un reto decisivo al régimen democrático, como lo han dejado de manifiesto el caso Penta y ahora este caso. Hay allí terreno para todo tipo de maniobras oscuras. Es indispensable establecer un financiamiento público de las campañas y fijar nuevas reglas a los aportes privados. Debe ponerse límites al costo de las campañas, en las que se gastan recursos obscenamente altos.
Después de esto, será más complejo para el gobierno sostener el discurso contra la desigualdad y las injusticias, contra los privilegios y los abusos del mercado. Los ciudadanos se han vuelto más críticos y más exigentes, y hay que valorar que sea así.
Como sabemos, la política es vista como una actividad sospechosa por mucha gente. Los líderes partidarios, excesivamente preocupados de defender su propia tribu y de atacar a la enemiga, deberían tomar conciencia de que el desprestigio los afecta a todos y corresponde hacer un esfuerzo común para producir una renovación profunda. Si ello no sucede, se debilitará el compromiso de los ciudadanos con el régimen democrático.
Es de esperar que lo ocurrido sirva para reforzar el sentido de decencia en la función pública. El gobierno tiene que cuidar las platas de todos los chilenos, muchos de los cuales sienten indignación ante los exorbitantes sueldos de los altos funcionarios, el despilfarro en ciertas reparticiones o, peor aún, los negociados “protegidos” desde el Estado.
Las trapacerías no son de izquierda ni de derecha. La laxitud moral no tiene partido. No parecen entenderlo así quienes están preocupados de denunciar las desvergüenzas de los adversarios y de tapar las que cometen los del propio bando. Lo que necesitamos es combatir siempre todas las trapacerías, cualesquiera que sean sus autores. Solo de ese modo tendremos un mejor país.