La muerte de Pedro Lemebel (1952-2015), Pedro Mardones Lemebel, es una noticia que enluta a Chile, en particular a sus amigos y cercanos, y en gran medida a los lectores de su obra, que no somos pocos. Desde hace unos veinte años, Lemebel se instaló no sin reticencias ni rechazos, como uno de los nombres más relevantes del panorama cultural y literario de América Latina y de las letras en lengua castellana.
Especialmente en Chile, su nombre está asociado a un momento histórico en el que su obra alcanza mayor relevancia aún, pues puso al alcance de los lectores y las lectoras un trabajo literario que socavó las rígidas estructuras de la literatura chilena.
En un país donde la hegemonía del campo literario estuvo radicada en el género lírico, Lemebel se impuso con y desde un género que si bien tenía cultores conocidos como Joaquín Edwards Bello, no había sido removido en sus cimientos como lo hizo este escritor nacido en la populosa zona sur de Santiago.
Como pocos, Lemebel articuló de manera compleja y brillante dos concepciones de una sola palabra: el género. Es sin duda un cronista que trasciende la crónica literaria y periodística como se la conocía en habla hispánica, dándole una riqueza poética, lingüística y estilística pocas veces vista en las letras chilenas, creando a la vez que una forma peculiar y exclusiva de lengua literaria, un espacio discursivo en el que la homosexualidad y sus experiencias, la marginalidad poblacional y sus historias tenían cabida de manera desembozada, realista, iluminada de mala sangre.
Pero es a partir de su experiencia vital, la de un personaje y una persona que se travestía y disfrazaba a la vez que se desnudaba, como sujeto y agente cultural, que Lemebel tradujo una forma desinhibida, carente de hipocresía, aquellas experiencias y vidas que genérica (y sexualmente) no respondían a los patrones de conducta que la sociedad chilena y sus clases dominantes, preferían obstruir y ocultar.
Pedro Lemebel es quizá el escritor que mejor sintetiza en sus textos, no sólo en los temas que trata, sino en la forma en que lo hacía, un momento crítico en el que la desvergüenza y la represión emanadas de las instituciones dictatoriales se fueron resquebrajando con la oleada democratizadora que, de manera heterogénea, fue avanzando en el país en reacción a la dictadura sangrienta que comandara la derecha chilena desde antes de 1973.
Lemebel se convirtió en una voz que por primera vez canalizaba el clamor y los rumores, los delirios, los sueños y sobre todo las pesadillas que se fraguaban en las poblaciones ocupadas por un ejército envilecido, que atacaba ferozmente a sus propios connacionales.
La voz de Pedro Lemebel fue, en un momento inoxidable, lo más parecido al Aullido (1957) de Allen Ginsberg, “he visto a las mejores cabezas de mi generación destruidas por la locura…”, que en 1995 irrumpía desde su reducto sexual y artístico con un libro imborrable, La esquina es mi corazón. Con el se remecía el hasta entonces aburrido y llano campo literario chileno, el que con unas pocas excepciones, estaba plagado de letanías y ciudades literarias ilegibles que nada decían a los lectores chilenos.
Estos lectores y lectoras, ansiosos de leer a autores más representativos de una sociedad más compleja, en la que se vivían de manera más frecuente experiencias cotidianas como las drogas, el reviente, la sexualidad esporádica y fugaz, la pornografía y el deseo callejero, el cine y el rock, el roce furtivo y la polución, el desequilibrio y el vértigo de la sociedad capitalista que se había fraguado, la marginalidad de los pobres en los bordes de la ciudad.
Proliferaron de su puño y letra temáticas que los lectores de Lemebel recibieron con entusiasmo, desplazando de este modo la figura del escritor marginal hacia el centro de interés de otros nuevos lectores que antes no se habían interesado por la literatura ni menos aún por la literatura escrita en Chile.
No es casual, para nada, que años más tarde, Roberto Bolaño se identificara, desde un punto de vista generacional, con la literatura y la figura de Lemebel: ambos representaban un estallido y un aullido.
Sin los mecanismos de la denuncia de cenáculo, mostraban su desasosiego, su malestar visceral, contra unos padres literarios castrados por el formalismo y un barroquismo refinado; frente a una sociedad que se les hacía intolerable, como Ginsberg y Jack Kerouac, Lemebel y Bolaño, provocaban a sus lectores y se hacían también, casi a su pesar, parte de una sociedad del espectáculo.
Aunque lejos de la farándula televisiva, básica y fundamentalmente vacía, las vidas de ambos escritores caminaron al borde de un microcosmos del espectáculo literario, que pretendió apropiarse de sus vidas para hacerlas circular entre los vericuetos del mercado editorial.
Negados por el mundo académico en un principio, fueron posteriormente envueltos en la sedosa tela de papers y tesis doctorales, libros colectivos, seminarios y libros de entrevistas.
Sin embargo, a los lectores nos queda su obra (queda su vida inolvidable, apagada entre el respetuoso silencio de quienes fueron sus más cercanos), textos plenos de una belleza convulsiva, que revive cada vez que nos acercamos a sus páginas llenas de contradictoria y exultante vitalidad.
Leerlo y cuestionarlo, rebatirlo, pensarlo, volver a sus páginas a veces majaderas y otras alumbradas y fulgurosas, tristes, carreteras y empepadas, mariguaneadas y jaladas, cargantes y risueñas, provocativas siempre, será nuestro mejor homenaje.