Nadie pone en duda el respaldo ciudadano a las grandes reformas prometidas por la actual administración de la Presidenta Bachelet, pero ese apoyo es, como se diría en periodismo, para el titular pero no necesariamente para la bajada. Es decir, se comparte la intención pero no siempre la forma de llevar a cabo las reformas porque en nuestra idiosincrasia siempre se espera que los costos los asuma el Estado pero no se toque el bolsillo de las personas.
Es evidente que esta posición es poco realista pero es lo que ocurre. La mayoría está, por ejemplo, con la gratuidad de la educación pero no quiere que se modifique el sistema de los colegios particulares subvencionados porque son la alternativa que tiene esa gran clase media en la que cabe la inmensa mayoría de los chilenos que no puede financiar los colegios particulares pagados y al mismo tiempo desconfía de modo profundo de la calidad de la educación de los establecimientos municipalizados.
Del mismo modo, el público entiende que se requiere una reforma tributaria para financiar la gratuidad de la educación, pero no tiene una disposición entusiasta para aportar de su bolsillo a este esfuerzo, y aquí es donde aparece un espacio para el manejo político de la situación, en la medida que el Gobierno no ha sido claro en explicar el contenido de sus propuestas, permitiendo que tanto desde el oficialismo como desde la oposición se intente representar a esa masa de personas que, de modo informado o no, se encuentran nerviosas por los cambios.
Cuando el río está revuelto, los pescadores mejoran la captura, y a eso se está apostando desde parte de la Democracia Cristiana que quiere erguirse como defensora de los apoderados de los colegios particulares subvencionados hasta la oposición que aspira a representar a las miles de pymes disconformes con las modificaciones a las reglas tributarias.
En política importa poco si los argumentos son serios o un poco chapuceros, lo que vale es capturar el estado emocional del electorado y prometer una seguridad que reemplace sus dudas y temores.
No sirve, entonces, amenazar con acusaciones de deslealtad o de alinearse con los poderes fácticos cuando se pierde la batalla comunicacional ante la clase media.
La culpa, en este caso, es del Gobierno, que no realizó un trabajo previo de convencimiento de las fuerzas aliadas ni preparó un discurso convincente que eliminara cualquier posibilidad de titubeo por parte de la opinión pública.Posiblemente se confiaron en el arrastre de popularidad de la Presidenta Bachelet o en las explicaciones de los técnicos, pero se olvidó que el tema es político.
Es indudable, en este momento, que las reformas terminarán aprobándose porque la Nueva Mayoría tiene los votos, pero ya se está en la etapa de comenzar a ceder en algunos contenidos de los proyectos para asegurar el respaldo de los propios partidarios y aunque finalmente las iniciativas de ley salgan adelante sin que se alteren sus elementos fundamentales se genera un precedente político que podrá traer consecuencias en lo que queda del actual mandato presidencial.
En definitiva, si el Ejecutivo cede para asegurar la unidad de la Nueva Mayoría se tendrá que asumir que la interpretación del contenido del Programa de Gobierno tendrá que hacerse con el consenso de todos los partidos, sin imposiciones ni caricaturas, e incluso con parte de la oposición para asegurar una legitimidad de reformas que se pretende que se mantengan en el tiempo.
Lo que se observa en estos momentos es que, casi con independencia de las reformas, hay una disputa al interior del pacto gobernante respecto a la gradualidad y profundidad de los cambios prometidos.
Del mismo modo, se puede afirmar que el respaldo político de la Presidenta no se está reproduciendo con el mismo vigor para las transformaciones propuestas y ese margen de duda lleva a que la mayoría con la que el pacto gobernante pretendía imponer el Programa como una Biblia no es completamente real ni está libre de compromisos y transacciones.