Hace pocos días el diputado UDI Jorge Ulloa afirmaba, legítimamente según su perspectiva, que “Augusto Pinochet es la persona más importante del siglo 20 en Chile”.Hacía esta discutible afirmación en el marco de una entrevista por la eliminación del nombre del fallecido dictador de una medalla que se entrega en la Escuela Militar, hecho que habíamos denunciado en el Senado en la sesión del pasado 3 de septiembre.
Esto que en Chile genera polémica, en otros países que han sufrido gobiernos de facto y autoritarios como el que nosotros vivimos entre 1973 y 1990, ha suscitado un debate político y social abierto, donde más allá de las legítimas opciones ideológicas, ha logrado consensuarse la necesidad de privilegiar los valores democráticos permanentes compartidos, por sobre aquellos grupos minoritarios que en todas la latitudes pretenden rescatar “la obra” de aquellos regímenes dictatoriales.
Y no se trata en ninguno de esos casos de revanchas o venganzas como algunos las quieren presentar, ni tampoco de falseamientos históricos. Se trata simple y sencillamente de entender que el futuro de esas sociedades pasa por relevar los principios democráticos y no por tratar de ir “blanqueando” con el tiempo figuras y gobiernos autoritarios, buscando homologarlas con personajes y momentos que sí han aportado a la construcción de sociedades y repúblicas.
En muchos de estos países se han aprobado normas conocidos como “leyes de memoria”.Ejemplos de ellas existen, por ejemplo, en Alemania y España.
En tierras teutonas, se sabe, está castigado hacer apología al régimen nazi encabezado por Hitler, mientras que la península ibérica se ha impuesto el principio de que “nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”.
De hecho, para el caso español, existe incluso un relator especial de Naciones Unidas, Pablo de Greiff, “para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición de los crímenes del franquismo”, quien a comienzos de este año recordó a las autoridades del Estado español que “es necesaria una política de Estado sobre las víctimas del franquismo“, sugiriendo “un acercamiento entre el gobierno y las asociaciones de víctimas, restablecer y aumentar los recursos dedicados a la memoria histórica, anular todas las sentencias de tribunales creados durante la guerra civil y prevenir que la ley de amnistía obstaculice todas las investigaciones”.
Una propuesta como esta en Chile sería considerada por algunos como una “intromisión en asuntos internos” o, como diría Hermógenes el columnista de afilada pluma, “un nuevo ataque del marxismo internacional”.
Pero no es nada de eso.
Sin ir más lejos, hace unos días, la totalidad de los 420 integrantes de la Cámara de Representantes de Estados Unidos votó favorablemente un proyecto de ley que excluye de cualquier beneficio social a todos los nazis sospechosos de crímenes de guerra que se encuentran en ese país, aun cuando no estén condenados por ello. Esto tras hacerse público que varios habían acumulado millones de dólares en beneficios.
Y como si eso fuera poco, en un acto altamente valorable, RN ha decidido eliminar de su declaración de principios toda alusión reivindicatoria de la dictadura.
En la misma línea, la diputada Karol Cariola presentó recientemente una iniciativa que tiene como objetivo declarado en su primer artículo, “la adopción por parte del Estado, de todas aquellas medidas destinadas a impedir el homenaje y exaltación de la dictadura cívico-militar impuesta por el golpe de Estado realizado el 11 de septiembre de 1973, en contra del gobierno constitucional del Presidente Salvador Allende Gossens”.
También es absolutamente entendible la demanda levantada por diversos sectores sociales y políticos a los que nos les parece que por iniciativa propia las ramas de las fuerzas armadas, que son de todos nosotros, decidan bautizar tanques, barcos o aviones, o erigir monumentos, con el nombre de algún personaje que represente a la dictadura y que divide a los chilenos. En esa misma línea, hemos planteado que la biblioteca de la Academia de Guerra no puede seguirse llamando “Presidente Augusto Pinochet Ugarte”.
Ya han transcurrido 41 años desde el golpe militar que destruyó nuestra democracia, tal vez imperfecta, pero que nos enorgullecía, como para seguir eludiendo este debate necesario para sanear el alma y la historia nacional. La Memoria histórica, la democracia y el respeto a los derechos humanos no pueden ser conceptos aislados, para algunos, en algunas fechas. Por el contrario, deben ser parte integral de nuestra convivencia y del contexto en que se formen los ciudadanos del futuro.
En días en que se conmemora la fecha en que el dictador murió y se celebren, paradojalmente el mismo día, 66 años desde la declaración universal de los derechos humanos, es tiempo de asumir este desafío cívico y político, sin odiosidades, pero también sin titubeos respecto de la historia y el tipo de convivencia democrática que queremos compartir como sociedad y que le legaremos a nuestros hijos y nietos.
Es tiempo de construir una memoria democrática común.