En 1789 Sieyès decía que los privilegiados “realmente llegan a contemplarse como otra especie distinta de hombre”. Medio siglo después, Tocqueville sostenía que la aristocracia “a duras penas se considera parte de la misma humanidad”, derivando de esa mirada la definición de la democracia como una “sociedad de semejantes”. Es decir, de parecidos, pero no de iguales.
Algo de eso persiste en la democracia aun restringida que la Constitución del 80 y sus defensores se empeñan en mantener. En su defensa y como contrapartida, han tratado de levantar lo que denominan la sociedad de “las libertades”, con un evidente énfasis y preeminencia de la economía por sobre otros aspectos sociales y humanos.
Así nos hablan de libre mercado, libertad de elegir, libertad de decidir, libertad de emprender y otras que ejercitan y buscan profundizar sistemáticamente especialmente en relación a la educación, la salud y la previsión. Curiosamente, en materia económica cada vez apreciamos menos libertad ante tanta concentración y colusión.
Y aunque parte importante de su discurso libertario se basa en las personas enfrentadas al Estado, los autodenominados libertarios chilenos son un obstáculo de primera magnitud para la sexualidad y el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos de hombres pero, sobre todo, de mujeres.
Esto se expresa con crudeza en relación al debate sobre la interrupción del embarazo.
Desde 1991 a la fecha se han presentado 26 iniciativas legislativas buscando establecer principios mínimos para, desde una óptica de las políticas de salud pública y los derechos humanos de las mujeres, se reconozca y regule las circunstancias en que el aborto deje de ser penalizado como ocurre desde 1989 hasta hoy, pese a que en las décadas anteriores este tema nunca fue objeto de escándalo ni de acciones judiciales, como ha ocurrido en el Chile transicional.
La legislación debe hacerse, más allá de las respetables creencias individuales de los parlamentarios, pensando en el bien común y en la mayoría. Las leyes no las hacemos para moralizar ni para pontificar, sino a favor del interés general. Y desde hace tiempo que diversas mediciones muestran a una sociedad mayoritariamente a favor del aborto, al menos en situaciones especiales o excepcionales.
Según cifras del Ministerio Público, en Chile se realizan cerca de 17 mil abortos anuales. Durante mucho tiempo fue, además, la primera causa de muerte materna en Chile, debido a las complicaciones que derivan en abortos sépticos. Hoy se estima que del total de muertes maternas que ocurren, al menos un 10% es por aborto.
Entonces lo que se demanda desde la sociedad al Parlamento, no es una concesión graciosa o el resultado de una negociación entre pocos, sin debate: lo que se exige a estas alturas, cuando las propias instancias de la ONU en la materia, como la Cedaw, cuyo protocolo facultativo Chile aun no ratifica, están cansadas de recordarnos la necesidad de contar con leyes modernas y respetuosas de los derechos de las personas al respecto, es que legislemos mirando lo que ocurre diariamente en nuestro país.
Y esto es especialmente urgente cuando los estudios nos señalan que mientras no legislemos, quienes son más vulneradas son las mujeres más pobres que igual terminan exponiéndose a un “mercado negro” del aborto, con todos los riesgos sanitarios, vitales y penales que hasta hoy eso conlleva.
No podemos seguir escandalizándonos con casos de menores de edad que son violadas, que presentan embarazos inviables y que son obligadas al calvario de llegar a término, aun a riesgo de su propia vida y de un severo daño sicológico, y no hacer nada. Ya es hora de pasar de los dimes y diretes por la prensa o de los bloqueos judiciales y avanzar hacia la concreción de una legislación que de cuenta de la realidad.
Eso es lo que comprometió la Presidenta en la cuenta del 21 de Mayo, y es también el compromiso de aquellos parlamentarios que hemos formulado nuestras propias propuestas, como es el proyecto que junto a otros senadores presentamos en junio pasando, proponiendo una modificación al Código Sanitario para que sea posible interrumpir un embarazo cuando esté en riesgo la vida de la madre; cuando exista inviabilidad fetal; cuando el embarazo sea fruto de una violación.
Por cierto, planteamos que esta interrupción se pueda efectuar solo dentro de las primeras 12 semanas de gestación y requiriendo, en cualquier caso, de la evaluación clínica y opinión conforme de dos médicos cirujanos.
Debemos seguir construyendo una mejor democracia para Chile, una donde todos y todas tengamos posibilidades de ejercer nuestros derechos y nuestras “libertades”, pero de manera efectiva y no solo retórica. De lo contrario seguiremos empantanados en un debate propio del siglo XVIII donde, desde la condición privilegiada de unos por sobre otros, solo podamos tener un país de semejantes, pero nunca de iguales.