La historia de los países no es plana, y no todos los eventos que la construyen en el tiempo tienen la misma significación. Esto es obvio, pero lo que hace la diferencia entre ellos es la memoria histórica, transmitida de generación en generación y acumulada como parte de la cultura nacional en la definición de Ortega.
Estas líneas son un reconocimiento a ese movimiento político, social, cultural, humano, masivo y triunfante que constituyó la asunción de Eduardo Frei Montalva al poder, el logro máximo del Humanismo Cristiano chileno, la exaltación espiritual de una utopía y el protagonismo juvenil nunca visto en ese entonces y repetido en los decenios posteriores.
No es un recordatorio chauvinista de un partido político y ni siquiera de una ideología el que intento hacer. Sería una pretensión pueril y disminuiría su fuerza como una inflexión histórica y paradigmática del Chile independiente.
Tampoco podría caer en el sectarismo ridículo de insinuar o afirmar que es el único hecho de esta dimensión, porque ciertamente hubo otros que también presentaron la cima del triunfo que conmovió a Chile. Como hubo también otros que fueron la sima del honor y el terror que también conmovieron las entrañas de Chile.
Lo que quiero expresar es que en mis años de vida pública no hubo otro movimiento que lograse el recuerdo que de el tiene el pueblo y la ciudadanía nacional, ni el respeto y adhesión que los jóvenes aún le expresan y la vigencia de sus postulados fundamentales.
Tal vez porque expresó una rotunda mayoría transversal de chilenas y chilenos.
Tal vez porque la revolución es un estado de ánimo que va más allá de los éxitos o fracasos.
Tal vez porque se hizo con EL PUEBLO, POR EL PUEBLO Y PARA EL PUEBLO.
Tal vez porque fue transparente, limpia, veraz, consecuente, preñada de vitalidad y fraternal amistad.
O tal vez porque fue la suma de todas ellas.