Las imágenes recorren el orbe en cuestión de minutos: casi 90 hinchas chilenos ingresan ilegalmente al Estadio Maracaná cual horda barbárica entrando a saco en Roma.
La genialidad de nuestros compatriotas les motivó a efectuar este espectacular ingreso nada menos que por la sala de prensa donde todos los periodistas del mundo registraron, horrorizados, esta hazaña que relegó al olvido los épicos goles con que eliminamos a España o la gesta de incompetencia empresarial con 33 mineros como víctimas.Reducidos, humillados, son captados sus rostros; sus amigos, familiares, vecinos o empleados, querido lector, estaban ahí. No me diga que no, no se me vaya por la tangente…
Fueron muchos los que ensayaron explicaciones sobre este simulacro de estampida humana, que pudo derivar en tragedias de triste rememoración.
Desde el exceso de entusiasmo futbolero, hasta una justa reacción del hoi poloi contra los detentores del poder, en este caso el papel corriendo a cargo de la siniestra FIFA (que, bueno, sí lo es), no faltará el despistado que lo atribuirá al calor de las tierras que hospedan, no de muy buena gana, el actual Campeonato Mundial de Fútbol.
Aquí nuestro respetable público se divide en dos bandos: los del guiño a lo compadre, los incompetentes tipo Estadio Seguro que dicen, con tono de tío buena onda medio copeteado, “nooo, no importa”, el equivalente al pelotazo infantil contra un vidrio.
Otros que enrojecen de vergüenza ajena y corren, desesperados, a la embajada de algún país, de preferencia europeo, para rogar por una doble nacionalidad, así no lo confundirán con esta chusma. Chile mete miedo, literalmente.
Viendo esto, la verdad es que uno dice ¿qué esperaban? La culpa, dicen nuestros queridísimos “expertos”, hay que buscarla en a) nuestro carácter retraído y reprimido, de pronto consciente de su total liberación del yugo en la sensual atmósfera brazuca o b) nuestro provincianismo que nos lleva a confundir el Maracaná con cualquiera de nuestros, por contraste, deslucidos coliseos deportivos, y como los chilenos son incapaces de distinguir entre el West End de Londres y Providencia, no se sintieron impedidos de recrear hábitos de vulgaridad latamente cultivados en suelo local, con la impunidad característica de que se hace gala cada celebración o marcha que se lleve a cabo en nuestras calles.
Pero es en este punto cuando uno ya se harta de tanta estolidez en dolby stereo y en alta definición y quiere intentar poner algo más de neuronas el asunto.
El desparpajo, el irrespeto, el sarcasmo vacío del que hacen gala nuestros compatriotas una y otra vez, está años luz de ser una pataleta de cabro chico porque la mamá no le dio permiso para jugar más rato a la pelota.
El descrédito (merecido) de las instituciones ya no nos amedrenta, abierta, resueltamente nos burlamos de ellas, las despreciamos. Sin entender mucho. Y por ello, lo que debería ser, como natural consecuencia, un argumento sólido un no pasarán inexpugnable contra tanta arrogancia y tozudez de la elite, se diluye en un berreante y ebrio romper de cosas.
La razón es muy simple, con nuestra navaja de Occam de bolsillo, cortemos la cháchara de raíz y pongamos el verdadero tema al frente. Estupideces colectivas como las que nos acostumbramos a ver con cada vez más indiferencia son el resultado desastroso de nuestra mala educación. Tal cual.
No importa que Jaime Bellolio y otros alienígenas celebren su mala lectura del informe del BID que supuestamente afirma lo contrario. Este pueblo, del que hacen gala demagogos de toda especie, carece de la más mínima educación de calidad.
Nuestros dirigentes hacen nata en una nación que no entiende lo que lee y que da pena cuando la entrevistan por la tele por su vocabulario deplorable.“¿Qui ti pa?, si yo le lleo güen hablamiento”, me responderá algún lector, indignado, lástima que no puede arrojar su tablet carísima por el asiento de la micro como protesta.
Un ciudadano asediado por un sistema económico injusto por default, desprovisto de armas cognoscitivas y morales cómo va a defenderse con otro expediente que la maloca… o una sórdida indiferencia que se manifiesta con neurosis, violencia doméstica y aporrear amoblado público cantando y saltando simiescamente, con perdón de nuestros simpáticos parientes primates.
El bando de la otra esquina no lo hace mal tampoco y eso que oportunidades y educación envidiables han tenido a raudales… y más.
El reciente exabrupto de un connotado senador “defensor de la vida” -y de Colonia Dignidad- es la más reciente evidencia de nuestro marasmo, al cual nos precipitamos alegremente al ritmo del reggaeton y la samba.
Junto a un grupo de parlamentarios afines a sus distracciones, y portando una vociferante carta denunciando un supuesto “plan-malévolo” para instalar en Chile el aborto a toda orquesta, este otrora sonriente congresista rechazó las recomendaciones de la ONU al gobierno chileno acerca de la despenalización del tema, alegando. “¿Por qué tienen que entrometerse organismos extranjeros en lo que hacemos nosotros?” ¡La ONU!, ¿Hay que expulsar de aquí a la FAO, a la UNESCO o a la Cruz Roja ahora? Nada mal para un propalador de males extranjeros como el FMI o el evangelio según Milton Friedman.
Todos los gobiernos, sin excepción, desde el gorila y sus Chicago Boys en adelante, no han hecho sino destripar a la educación pública, degradándola como bien de consumo, análogo a los pañales y las papas fritas, consagrando la segregación y la ignorancia de cada vez más y más compatriotas, en nombre de fórmulas truchas e improvisadas, camufladas bajo una maraña de tecnolectos dudosos.
Te lo dice un ferretero y se pregunta, el lamentable resultado de este Chile apático o vandálico ¿acaso no lo previeron en sus laureados papers y estadísticas?