El 24 de febrero escribía en este medio una columna que se titulaba “Emergencias, posible dolor de cabeza para el nuevo gobierno” .Debo reconocer que no esperaba que todo ocurriese tan luego, y que la acción de la naturaleza como la humana nos recordase de manera tan clara y dramática nuestra fragilidad, ya sea frente a un terremoto como a un incendio forestal, dos de las emergencias que podrían ocupar los primeros lugares si se hiciera un ranking de las catástrofes más habituales en Chile, siendo esto una oportunidad si se posee un sistema de emergencias robusto.
Cuando una emergencia ocurre tendremos dos efectos asociados y que no tienen por qué ser calificados como buenos o malos, simplemente es parte del libreto, especialmente en un país que se acerca al desarrollo. Uno de estos es la judicialización de la emergencia, es decir el legítimo derecho de las víctimas por acudir a la justicia en búsqueda de un proceso que les permita acceder a reparación frente al daño, incluso el de carácter económico.
El segundo efecto, es la politización de la emergencia, que se exacerba en un país hiper conectado con un modelo obsoleto, que no ha incorporado ni las estructuras ni las buenas prácticas internacionales en gestión de emergencias, y que por cierto podrían ayudar a mitigar el impacto.
Sin embargo, hay un tercer elemento, donde este “dolor de cabeza” termina por distraer la tarea de las más altas autoridades del país.
Lo he comentado en innumerables oportunidades, y aunque peque de reiterativo, el actual gobierno no sólo ha debido enfrentar y seguirá enfrentando una situación compleja.Resulta inevitable que ante una institucionalidad débil la emergencia también escale en lo político y sean entonces las más altas autoridades del país las que asuman tareas de gestión en un ámbito que no es de su especialidad, que termina por profundizar la fragmentación sectorial que tiene el sistema e incrementar la vulnerabilidad de lo que debería ser la última línea de defensa, es decir la autoridad política.
La debilidad institucional del organismo especializado y un modelo de gestión obsoleto, han hecho que el traje ya no solo apriete sino que más aún exponga a las máximas autoridades a tener que moverse con dificultad frente a una realidad tan inevitable como históricamente ignorada.
Sin duda el buen manejo del actual ministro del Interior y el subsecretario de dicha cartera han permitido suplir temporalmente las debilidades comunicacionales, técnicas y políticas de la ONEMI.
Sin embargo, esta sobre exposición es una señal de la urgencia que requiere establecer un diseño que permita abordar la gestión de emergencias asumiendo la realidad de nuestro sistema, pues éste no se verá reforzado en el corto plazo, a pesar de las iniciativas que se estén llevando a cabo por mejorar el proyecto de institucionalidad actualmente en el Senado, enviado por el gobierno anterior, y que simplemente replica el modelo de gestión existente pero con diferente nombre.
La interpelación a la ministra de Vivienda es una señal política que no es menor, pues resulta absurdo pensar que a dos meses de ocurrido el terremoto en el norte y posteriormente el incendio en Valparaíso, pueda haber algún argumento técnico que sustente esta decisión, más aún cuando los alcaldes de las zonas afectadas han valorado el trabajo realizado.
Dos meses y medio, un terremoto, incendio forestal, inundaciones, nieve y personas aisladas.
Dos estados de excepción constitucional, declaraciones de zonas de catástrofe, tres delegados presidenciales, una interpelación, y la potencial judicialización, son señales que deben ser correctamente leídas para establecer un diseño de gestión político-técnico que le permita al gobierno abordar las actuales y futuras situaciones con un sistema precario que tiene que administrar de la mejor manera posible, pues mejorarlo tomará tiempo, y donde en el intertanto es inevitable que las emergencias ocurran, pues no todas son evitables, pero sí todas tienen la capacidad de escalar.