Entre la lectura de muchos de artículos sobre el significado del reinado de Juan Carlos I y su abdicación, me llamó la atención uno de Javier Cercas publicado en El País. Lo leí con atención porque admiro su libro sobre la transición española, “Anatomía de un instante”, en que a partir del intento de golpe de Tejeros entrando violentamente en el Parlamento español el 20 de febrero de 1981, reconstruye los avatares del cambio político que llevó a la democracia en ese país. Todos sabemos el papel crucial que tuvo el rey para detener la intentona golpista.
Me vuelven a la memoria los autos con banderas al viento celebrando la muerte de Franco en Roma un 20 de noviembre de 1975, la emoción de Rafael Alberti que en esa ciudad sobrevivía a su larguísimo exilio, y el homenaje de la izquierda europea a la Pasionaria por sus 80 años, su alocución encendida por la reconciliación de los españoles, la legalización del Partido Comunista y su regreso a Madrid donde presidió la primera sesión de las Cortes.
También la imagen de Pinochet asistiendo a los funerales de Franco y saliendo precipitadamente de España porque el nuevo rey no quería jurar en su presencia: muchos mandatarios europeos habían amenazado con no asistir a la ceremonia si estaba Pinochet.
Pero volviendo al artículo de Cercas, las siguientes reflexiones me parecieron de gran actualidad para Chile: “Mucha gente de mi generación tiende a atribuir a todos los males de nuestro presente a las carencias de la Transición; me parece una actitud hipócrita y comodona. No hay duda de que la Transición fue un apaño, pero hay que estar loco para no preferir mil veces ese apaño al ominoso conflicto civil que el mundo entero auguraba para nuestro país a la salida de la dictadura. La Transición creó una democracia frágil, pobre y escasa, como no podía ser menos después de cuarenta años de dictadura, pero si hoy no tenemos una democracia fuerte, rica y abundante no es por culpa de nuestros founding father, sino por nuestra culpa: hemos sido nosotros, y no ellos, los que no hemos sido capaces de mejorarla…pero ignorar, que los casi cuarenta años de reinado de Juan Carlos I han sido los mejores de nuestra historia moderna, los de mayor libertad y prosperidad, es simplemente ignorar nuestra historia moderna. Y esa ignorancia de nuestro presente puede devolvernos lo peor de nuestro pasado”.
Estas lúcidas palabras, mutatis mutandi, se podrían aplicar a Chile. Hoy vemos entre las nuevas generaciones un gran desconocimiento de nuestra historia reciente, cuando no una posición descalificatoria.
Además existe una gran paradoja: esta actitud un tanto soberbia es más frecuente entre jóvenes que se reclaman a algún tipo de ideario de izquierda, mientras que los jóvenes de derecha tienen una visión más equilibrada, pese a que crecieron en ambientes familiares en que se sustentaba a la dictadura o se hacía caso omiso de las violaciones a los derechos humanos, y miraban con preocupación y aun temor el paso a la democracia.
Es verdad, como decía Ortega y Gasset, que cada generación comparte un universo cultural diferente, y qué entre padres, hijos y abuelos suele haber cambios significativos, paradigmáticos se podría decir.
Los jóvenes se asoman a la madurez con una memoria corta y una mirada limpia, sin los juicios y prejuicios de sus progenitores, pero esa energía nueva debería partir por conocer la evolución de la sociedad en que viven. De lo contrario su acción con pretensiones refundacionales puede ser un efímero volador de luces o incluso provocar reacciones que no buscaban.
Mi generación padeció de esa amnesia. Poco nos interesaba conocer la lucha contra la dictadura del General Ibáñez, el Frente Popular o incluso la Segunda Guerra Mundial que acababa de terminar y el proceso de descolonización que trajo consigo. Y menos aun prestábamos oídos a las noticias que llegaban sobre el estalinismo.
Tres acontecimientos internacionales captaron nuestra imaginación: la Revolución Cubana ( y las luchas “románticas” del Che Guevara), la guerra de Vietnam y la rebelión estudiantil a nivel mundial. Si hubiéramos tenido una mayor inquietud para conocer el curso de los procesos en que esos acontecimientos se enmarcaban, tal vez nuestra acción política habría sido más certera o, al menos, habríamos podido ahorrar al país muchos sufrimientos.
J. Cercas nos invita – como Tony Judt – a no caer en la tentación de olvidar el siglo XX.Quiéranlo o no los jóvenes de hoy cargan con ese pasado, del cual podrían sentirse orgullosos sin perder el impulso transformador.
Chile, al igual que España, superó una etapa muy oscura de dictadura y echó las bases de una democracia que ha permitido una etapa innegable de progreso, que hoy requiere un nuevo impulso.
Cuando Juan Carlos en su visita a Chile al inicio de la transición habló ante el Congreso Pleno, hizo un elocuente elogio de la democracia como forma de gobierno cuando aun la brújula de los acontecimientos no terminaba de orientarse hacia el norte.Muchos le agradecimos de corazón sus palabras. Por venir de su persona, hasta los oídos más sordos recibieron el mensaje: los tiempos estaban cambiando.
No olvido una conversación con la reina Sofía en que ella contaba las peripecias vividas por su familia en Grecia, sumida luego en la dictadura de los coroneles, y las humillaciones sufridas por ella y Juan Carlos durante el régimen de Franco. Vivían en una suerte de jaula dorada.
La partida de Juan Carlos simboliza, hoy, el inicio de una nueva época. No serán pocos los que lo recordarán con gratitud a ambos lados del Atlántico por su servicio a la democracia.
Más allá de las crisis intermitentes que la amenazan, originadas muchas veces por la incapacidad de los partidos políticos para impulsar las reformas que el momento exige, una nueva generación está llamada a renovar sus instituciones y sus prácticas. Para lo cual, sin hacer caso omiso del pasado, deben apurar el tranco.
Sólo la falta de memoria explica el desconcierto o el entusiasmo ingenuo frente al futuro.