Este domingo 27 de abril en Roma serán canonizados dos hombres que fueron Papas de la Iglesia Católica, Juan XXIII (28/10/1958-03/06/1963) y Juan Pablo II (10/10/1978-02/04/2005).
El primero inauguró el Concilio Vaticano II en octubre de 1962, sin más convencimiento que su propia oración.
Después de años de búsquedas e iniciativas litúrgicas, pastorales, teológicas, científicas, Juan XXIII vio la necesidad de preguntarse sobre la misión de la Iglesia en el mundo actual y dejar que el mundo así penetre a la Iglesia para responder con más vigor a las necesidades del hombre y la mujer de aquel entonces.
Muchas han sido las discusiones sobre el sentido, alcance e interpretación del Concilio después de más de 50 años de su celebración. De lo que estamos seguros, es que más allá de lo que significó como acontecimiento, aún estamos en deuda con muchas de sus intuiciones. El Concilio no es un catecismo, es una hoja de ruta que establece criterios que dan identidad y misión a la Iglesia y a todos los católicos y católicas del siglo XX.
Juan Pablo II estuvo al mando de la Iglesia durante 27 años. Nació en Polonia y asumió el liderazgo de la Iglesia Católica en medio de la guerra fría. Eclesialmente, a varios años de finalizado el Concilio, asume en medio de un conflicto eclesiológico sobre si la creatividad e inteligencia pastoral en algunos lugares del mundo era fiel a lo que la Iglesia había querido plasmar en el Concilio.
En Latinoamérica, la ruta de navegación había sido dada por Medellín (1968) con su opción preferencial por los más pobres y la teología de la liberación como lo más original y propio de un pensamiento que hundía sus raíces en nuestro continente.
Sacerdotes y religiosas en las poblaciones, comunidades de base, liturgia adaptada a los contextos, lectura de la Palabra de Dios según la realidad de las personas etc. En fin, una Iglesia con una clara misión de estar caminando junto al Pueblo Dios de los más pobres.
Lo anterior, no era ajeno a la discrepancia, o inclusive al abuso o al error. Muchos pensaban que frente al exceso de audacia era necesario volver a la “Verdad”, al magisterio seguro, a la doctrina clara, a la teología del catecismo, a la Lectura de la Palabra hecha sólo desde el púlpito, a la liturgia con olor a incienso y no con olor a oveja, obrero o “población callampa”.
Juan XIII abrió a la Iglesia al mundo. El Concilio Vaticano II, la muestra fiel de su inspiración.Reconocer a Dios en la historia y leer en el mundo actual los signos de los tiempos.
Aquellos lugares donde el Evangelio se hace presente. Impulsos de renovación, de apertura, la exploración. La identidad de la Iglesia viene dada por su fidelidad a responder a las necesidades del hombre y la mujer actual y no al resguardo estrecho y superficial de formas sin fondo. La doctrina, el Evangelio, la Liturgia, el Papa, los obispos, las comunidades eclesiales, todo está al servicio de reconocer a ese Dios de la historia.
¿Fue fiel Juan Pablo II a ese espíritu de Juan XXIII? ¿Dio continuidad Juan Pablo II al acontecimiento del Concilio Vaticano II? ¿Abrió la Iglesia al mundo, a los “gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo”?
Juan Pablo II abrió la Iglesia al mundo con sus viajes, con su carisma, con su rostro cercano y cariñoso. Fue mediador de conflictos y fiel buscador de la paz en el mundo.Su visita a Chile fue un acontecimiento difícil de olvidar y su mensaje se repetía bajo el lema “no tengaís miedo de mirarlo a Él”.Fue cercano a los jóvenes y posicionó a la Iglesia frente a los líderes de todo el orbe.
Sin embargo, analizando la realidad Latinoamericana, favoreció movimientos más conservadores y ligados al poder económico.
Su liderazgo acabó con las comunidades eclesiales de base, cuestionó y sancionó la reflexión de la teología de la liberación (eran necesarias ciertas correcciones pero no el peso de la exclusión), centralizó el poder del Vaticano sobre obispos, sus nombramientos y su poder de decisión. Intervino con firmeza en las facultades de teología examinando con lupa cada punto y coma de artículos publicados.
Durante su mandato se cerró firmemente la puerta al diálogo sobre moral sexual u otras polémicas preguntas del mundo laico. Con tristeza, no asumió con valentía el abuso de niños en la Iglesia y la corrupción que tanto hoy critica el Papa Francisco al interior del Vaticano.
Detrás de Juan XXIII la apertura, el riesgo de encontrar a Dios en la historia y en el mundo.
Detrás de Juan Pablo II, aún con todo lo bueno que hizo, la conservación, el resguardo y el temor frente al clamor de nuevas respuestas.
Ya no fue Iglesia Pueblo, fue Iglesia Comunión. Ya no fue Teología de la Liberación, fue magisterio venido desde Roma.
Ya no fue la deliberación de las Conferencias Episcopales, fue la “Editorial” Vaticana.
Ya no fue la audacia teológica, fue aprender el catecismo. Ya no fueron las comunidades de Base, fue el sacerdote liderando a los laicos.
Ya no fue la Iglesia llena de hombres y mujeres, fueron los templos pentecostales con sus guitarras y su música.
Ya no fueron los sacerdotes y las religiosas a los barrios más pobres, sino crear colegios para los más ricos.
El reconocimiento de la Santidad siempre es un regalo para la Iglesia. Pero vale la pena reflexionar si en Juan XXIII y Juan Pablo II coinciden o discrepan dos ideas de Iglesia.
Una abierta al mundo, otra con temor a el. Una abierta frente a las preguntas, otra aferrada a respuestas preconcebidas. Una hundida y mezclada en el mundo u otra separada frente al cual hay que defenderse.
La discusión está abierta.