En estos días ha vuelto la discusión pública en torno al proyecto de ley presentado por el Diputado UDI Enrique Estay con el propósito de modificar la ley de Fomento de la Música Chilena, estableciendo una cuota mínima de difusión de 20% de música nacional en la radiodifusión chilena.
Dejando de lado la plena justificación de esta medida por las razones que muchos han dado en el curso de esta polémica, lo que parece más grave en este asunto, es que la defensa misma de los valores artísticos nacionales tenga que ser objeto de una ley para preservar su espacio de difusión.
Y lo peor de todo es constatar que algo que uno esperaría que fuese una reacción espontánea de defensa de la ciudadanía, sea una iniciativa de los políticos y además solo apoyada bastante solitariamente por las organizaciones de artistas chilenos.
Da la triste impresión de que la defensa de nuestra identidad fuera algo que a los chilenos los deja indiferentes y uno se pregunta en qué mundo tan globalizado vivirán nuestros compatriotas que hasta lo que les es más propio se diluye en la nebulosa universalista de las trasnacionales de la música.
Algo que debiera tenerse en cuenta es que lo universalista de la producción de estas grandes empresas esconde una peligrosa ilusión, y es la de que exista una cultura común desarraigada, de la cual participaríamos todos los habitantes del planeta de la misma manera.
Madona, Luis Miguel, Justin Bieber, serían representantes de esa cultura sin asidero y que se difunde casi con la misma fuerza en todos los rincones del planeta, como si el carácter trasnacional de las empresas que difunden esta música se trasladara hacia la música misma y la transformara en un arte trasnacional.
Pero nada más equivocado y falso que esta impresión. No existe ninguna forma de arte que no esté arraigada en una sociedad determinada y basta analizar superficialmente cualquiera de estas expresiones para descubrir en ellas la raíz nacional en la que se sostienen.
La más humilde canción que se difunde viene de un mundo determinado, de una lengua, de unos hábitos culturales específicos y trae consigo las particularidades de ese mundo, de modo que las influencias culturales que ellas impulsan son influencias de cultura a cultura, de nación a nación.No existe la globalización neutra que pretendería difundir el negocio de la música.
Y ahí está el peligro. Cuando un país no se interesa en su propia música, es la música de otros países la que comienza a ocupar todo su espacio y entonces no se trata de cuotas más o cuotas menos, no se trata de más o menos espacio para la difusión de la música nacional, sino de la preservación de lo propio o su anulación, de ser lo que tenemos que ser o de enmascararnos detrás de lo que no es propio nuestro, de renunciar o no renunciar a lo que nos pertenece.
¿Por qué no hay ninguna conciencia en nuestro país de la gravedad de esta situación? No olvido a quienes han desarrollado una labor encomiable por el desarrollo de la música chilena, a los periodistas e incluso a las pocas radios que han intentado tomar este asunto con responsabilidad.
Centro la atención en la gente, en los chilenos mismos, en el hombre común de nuestra tierra que, responsable o no, vive en un relativo acuerdo con lo que le ofrece la radiodifusión chilena. Y no me convence cargar todas las tintas en las empresas fonográficas o en las radios. Aquí se trata de una inconsciencia de los propios auditores. ¿Por qué a la mayoría le interesa tan poco que exista o no exista la música nacional?
Algunos hablarán aquí de educación, de falta de cultura, de responsabilidad de las autoridades, y de todas las razones que inútilmente se dan cada vez que se discute este problema. Creo que lo decisivo en este caso es mirar las cosas cara a cara y plantearse el problema de fondo.Y este tiene que ver con la ausencia de una aventura común que se llame “Chile” y que nos comprometa a todos con la misma potencia.
Lo cierto es que a la mayoría de los chilenos le basta con la globalización, no tiene la sensación de que estemos construyendo un mundo propio, diferente a todos los demás y cuyos valores aparecerán en la medida en que seamos capaces de crearlo.
El Festival de Viña, que está pasando, es un buen ejemplo de esto que estoy diciendo. El monstruo de Viña ruge con las creaciones que vienen de otras latitudes, está listo para que lo asen en la parrilla de las multinacionales y después de la fiesta todos se irán con la impresión de que finalmente no ha pasado nada, todo sigue igual.
Lo malo es que en este mundo global, Chile es cada día algo más insignificante, casi inexistente cuando se trata de cantar y hacer música. Y existir de manera tan mediocre es casi peor que simplemente no existir.
No son los artistas los que deberían estar tratando de defender su música, son los ciudadanos, que sin ella se quedan sin un alma propia.