A propósito de su último viaje antes de entregar el mando, el Presidente de la República, en Colombia, incursionó ampliamente en los medios de comunicación en temas de largo plazo, como es el retiro o la permanencia del país en el Pacto de Bogotá, sin tener presente que una decisión de Estado como aquella no puede ser el resultado de la improvisación, de rabietas pasajeras o sujetas a las aspiraciones de popularidad de cada gobernante, ya que significan poner en juego, ni más ni menos, que la participación de Chile en el sistema de toma de decisiones de Naciones Unidas para la solución de controversias entre diversos Estados.
Recuerdo que hace pocos meses, fue muy difundida nuestra elección como país al Consejo de Seguridad, de esa fundamental organización internacional.
En otro nivel, pero en actitud semejante el ministro (s) de Justicia en otro foro global, comprometió al país a dar solución en dos años a las demandas de tierras de las comunidades mapuche. Este último funcionario se permite anuncios relativos a un gobierno que no es el suyo y en materias que no son de su competencia.
En un ámbito más doméstico causa perplejidad la abundante serie de tareas ministeriales difundidas por personeros que ya se van. Estas promesas abarcan los más variados ámbitos: Obras Públicas, Salud, Vivienda, etc.
Pareciera que la impronta de tales autoridades es una fuerte adicción al poder que les hace olvidar que estamos en democracia, que no hay perpetuación en los cargos y que el país ya procedió a la elección de un nuevo gobierno, cuya asunción -por lo demás- es inminente.
Estas prácticas son imprudentes e indecorosas.
Alguien dirá que para qué tomarse las cosas tan en serio. Puede ser una opción.Tomarse las cosas livianamente y concluir que aquel que se expone al ridículo solo se perjudica él mismo.
No obstante, el sistema político no está en un buen momento.Hay desencanto y desconfianza hacia sus protagonistas, de manera que estas ínfulas de grandeza, que exceden con creces a las posibilidades y atribuciones de quienes las realizan acentúan esas debilidades.
Prometer lo que no se puede cumplir conlleva un profundo desprecio a la política y a la democracia. Resulta ser una mala práctica atiborrar y recargar a las diferentes reparticiones del Estado con expectativas que escapan de las prioridades y, las más de las veces, están fuera de los intereses y disponibilidades del país para su implementación.
No voy a caer en la simplificación de afirmar que estas malas prácticas han comenzado justamente ahora, en este verano y con esta administración. Seguro que no. La tentación de complicarle la vida al gobierno que llega es de larga data.
Pero que sea un sistema antiguo, de ningún modo lo justifica. Especialmente ahora, en que las fuerzas políticas reconocen transversalmente que en la ciudadanía hay desencanto y apatía hacia temas que son del interés general de la nación.
Pareciera ser que, en este aspecto, el sistema británico es mejor. El que gana electoralmente comienza a gobernar de inmediato. No hay espacio para la grandilocuencia en giras de autoalabanzas y, no se pueden atosigar los noticieros con la adoración a sí mismos de los gobernantes que terminan su periodo, que recorren gracias al gasto fiscal hasta el último rincón de la nación. Al final ese ejercicio no son más que palabras que se las lleva el viento.
Una sana tradición republicana debiese realzar la prudencia en esa retórica auto valorativa, tomando distancia de tantas lisonjas y frases altisonantes que, a la postre, solo ayudan a elevar la desconfianza ciudadana y va, en sentido contrario, a la obligación primordial de quienes ejercen la acción pública, que es el fortalecimiento de la legitimidad de la política precisamente, para dirigir el Estado.