Seguido a la designación de ministros y subsecretarios las críticas a la decisión de la entrante presidenta y a los elegidos han sido diversas. Se dice que varios se repiten el plato o que hay pocas caras nuevas, pero también se critica a aquellos que no tienen experiencia o peso político.
Se cuestiona que sean amigos o familiares de alguien, y se hace mofa de otros a quienes nadie conoce. Se habla del pasado dudoso y las redes con el mundo privado, al tiempo que se critica a los que han optado por trabajar en lo público. Se resalta la baja proporción de mujeres en el gabinete pero se cuestiona la capacidad de quienes fueron elegidas por la Presidenta y los partidos.
Creo que muchas de estas opiniones pueden considerarse injustas, infundadas o basadas en generalizaciones. Me parece también que muchas resultan contradictorias. Otras, por cierto, las comparto.Lo que sí es seguro, es que pese a lo acertado o no de las observaciones, no es posible obviarlas y reconocerlas como parte del paisaje, sino asumirlas como un desafío, no solo para quienes se integran al nuevo gobierno sino para toda la clase política.
La aparente esquizofrenia en las opiniones generadas en torno al gabinete no es sino una expresión más del descrédito de la política y la profesión del político, que se origina en una ciudadanía desencantada con el funcionamiento de las instituciones que componen nuestra democracia.
Se cuestiona su capacidad de representar a la población a la vez que se juzgan insuficientes los espacios para la participación y deliberación inclusiva.
Se ha instalado la idea de que el sistema político no es capaz de adaptarse a los cambios que demanda la sociedad y qué quienes lo integran prefieren mantener lo que está y les acomoda, en vez de reformarlo y mejorarlo.
La función pública resulta lejana y cerrada para muchos, el acceso al poder nulo, la política opaca. Esto se hace patente en la alta abstención en elecciones, en la ciudadanía movilizada y organizada para exigir lo que mecanismos formales de participación no garantizan, en encuestas que hablan de baja confianza en instituciones y autoridades.
Pero algo que las encuestas también muestran es que los chilenos, pese a todo, creen en la democracia y la prefieren a otra forma de gobierno (Encuesta Auditoría a la Democracia, PNUD, 2012).
Cada vez menos porcentaje de personas piensa que en algunas situaciones es aceptable un gobierno autoritario. Pasa entonces que los ciudadanos valoran la democracia pese a que la reconocen perfectible. Son críticos y, por ello, demandan cambios. Esto explica la apertura de la ciudadanía a reformas que -independiente de su efecto concreto- prometen al menos cambiar y mejorar las cosas, (nueva Constitución, cambio del sistema binominal, voto de chilenos en el extranjero) muestra de interés por una democracia más inclusiva.
Así, las críticas de hoy no son solo envidia, “chaqueteo” o “mala leche”, sino una señal de molestia respecto a lo que hay y de atención a lo que se hará de marzo en adelante.
Los cuestionamientos se acompañan de altas expectativas construidas en los últimos tres años respecto a cambios políticos y sociales profundos además de un escrutinio ciudadano más activo e informado.
Por ello, más que nunca quienes asumirán u ocupan ya espacios precisan dar al menos señales concretas de que la ciudadanía está siendo escuchada y que se avanza en forma segura en cumplir lo prometido.
Considerar normales las actuales críticas (y las que vendrán) en vez de mantenerlas como un recordatorio de la responsabilidad que hoy tienen con la democracia y sus ciudadanos es un error que no pueden arriesgarse a cometer.