Me informo por internet que hace unos días falleció en La Habana mi amigo Monseñor Carlos Manuel de Céspedes y García-Menocal.
Fue un gran intelectual, un sobresaliente político y un amante entrañable de Cuba.Además, por cierto, de ser el más destacado dignatario de la Iglesia Católica cubana de las últimas décadas.
Su bisabuelo, el prócer Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria cubana, fue el Primer Presidente de Cuba en Armas, en el siglo XIX, y su importancia en las luchas cubanas contra la esclavitud y por la independencia sólo tiene parangón con la de José Martí.
Monseñor Carlos Manuel de Céspedes se destacó, entre otras cosas, por esforzarse en entender el proceso de cambios radicales que Cuba vivió bajo el gobierno de Fidel Castro.
Vivió el “comunismo real” cubano desde la mirada del intelectual comprometido con su realidad y desde la del párroco que convivía cada día con las alegrías y los problemas del pueblo habanero, al que, por origen y por opción, pertenecía.
Fue miembro del Consejo Episcopal Latinoamericano y recibió de su iglesia condecoraciones como “Capellán de Su Santidad” y “Premio de la Latinidad”.
Escritor y ensayista, fue miembro de la Academia de la Lengua. Formó sacerdotes en los seminarios de La Habana.
Poco antes de morir escribió: “Quienes me conocen bien saben que el último camino, el del neoliberalismo, no es el que yo deseo para Cuba, sino más bien el primero, el de un socialismo más participativo y democrático al que parece nos desean conducir los actuales cambios en lento proceso de realización”
Me consta que vivía austeramente, habiendo podido –si agacha la cerviz- gozar de los halagos y beneficios de los que destacan en EEUU por su incomprensión y ataques no sólo a los déficits y excesos de “la revolución cubana” sino a su esencia socialista e independentista y sus grandes logros en autonomía nacional, salud, educación, cultura, justicia social y dignidad.
Carlos Manuel criticaba lo primero sin olvidar lo segundo. Valorándolo.
Fue cercano a Fidel Castro y se ligó a Ernesto Guevara, al que consideró, como a Varela, un santo revolucionario, uno que se fue a inmolar por salvar a africanos y latinoamericanos del infierno del apartheid en El Congo, de la lepra en Perú, de la invasión extranjera en Guatemala, de la tiranía en Cuba y de la explotación milenaria en las tierras del Alto Perú, donde murió.
No tuvo ideas maniqueas del mundo, a pesar de haber sido educado en el dogma.
Creo que miraba al Partido Comunista cubano como una institución que iba a vivir cincuenta o cien años y a su iglesia como una que, con atrocidades y logros, humanismos e inhumanismos, iba a hacerlo por miles.
Para él Fidel Castro era un hombre (“Dispara, soy solo un hombre” le señaló Ernesto Guevara a su tembloroso ejecutor antes de morir). Excepcional, como su bisabuelo, inteligente, culto, de una actividad portentosa, de ancestros hispanos como él, entregado a una causa como él.
Independentista cubano como su bisabuelo y como él, disciplinado por elección y por voluntad ; amante de Cuba como él; entregado sin plazos como él; uniformado como él, y, más que él, ostentador del poder que utilizaba -más allá de doctrinas que renovaba una y otra vez-para ordenar la sociedad en lo que él creía era el bien del hombre. Un discípulo de Platón derivado en jefe de estado veinticinco siglos después.
Estuve con Carlos Manuel muchas veces desde 1990 en adelante. Siempre me recibió en su parroquia de Marianao. Hablábamos de Cuba y de Chile o de Chile y de Cuba y de la vida, con un par de buches de café. Fui a verlo solo, con uno de mis hijos, con mi señora y con la mamá de mi señora. A todos nos acogió con bonhomía. Sabía de nuestra antigua vida en Cuba y de nuestro caminar definitivo por Chile.
Estuvimos también en Santiago de Chile una de las pocas veces que viajó a este país. No era un invitado del gusto de los patriarcas católicos de por estos lados ni de las universidades y academias chilenas más ligadas a la Iglesia. A pesar de ser un “monseñor”, un alto dignatario, un intelectual, un escritor y un miembro destacado de la Academia de la Lengua. Y de conocer Cuba bastante más que cualquier otro cristiano.
Para alegrarle un poco la vida, en lo que podría alegrársele por estos lados, lo invitamos (su amigo Alfonso Néspolo y yo) a dar una vuelta corta por Viña y Valparaíso. Hicimos el trayecto en auto de Concón a Viña y admiramos el oleaje, extraño para un caribeño, y el roquerío, tan distinto al del Caribe. También los lobos de mar, que allá son solo leyenda.
Por broma le sugerimos comprar un departamentico en las dunas que adornan allí la costa central, a lo que respondió mostrándonos a lo lejos uno a bastante altura, de color celeste. Tenía en los bolsillos sólo un billete de 50 dólares que un cura chileno, amigo suyo de Roma y ahora de Valparaíso, le colocó en el bolsillo superior de la chaqueta sin que pudiera evitarlo.
Ahora está, si es verdad lo que él creía, en su departamentico en la altura de color celeste, bebiendo un cafecito con su bisabuelo y con Varela. Y tal vez con el Ché, por qué no.
Los católicos y los hombres de bien de Cuba lo echarán de menos.
La historia de Cuba le hará honor.