Así pensé cuando fui al velorio de Alfonso Baeza en la Iglesia que alberga la Vicaría de Pastoral Obrera, y vi como su cuerpo estaba rodeado del cariño de las personas a las cuales dedicó su vida: los trabajadores, los luchadores por los derechos humanos y los agentes de la acción social.
Igual sentimiento tuve cuando me enteré del fallecimiento de Nelson Mandela, el luchador por la justicia y el artífice de la concordia. Por casualidad me tocó escuchar su discurso de despedida en la Asamblea General de UN y esa audiencia por lo general tan escéptica, no pudo contener la emoción y de pie le brindamos una ovación que parecía interminable.
A la salida de la Catedral mientras la gente despedía al P. Baeza al grito de “Alfonso amigo, el pueblo está contigo”, algunos extendían un gran lienzo en homenaje a Mandela. La gente unía en un mismo sentimiento al humilde cura y al líder sudafricano.
El Evangelio nos advierte que el sol sale sobre buenos y malos, sin distinguir la paja del trigo. Así también la muerte nos visita tarde o temprano a todos. Ante ella “son iguales los que viven por sus manos y los ricos” (Jorge Manríquez).
¿Qué nos dejan los que parten luego de haber corrido la buena carrera?
Desde luego, nos legan su ejemplo. Por ellos sabemos que más allá de nuestras debilidades y de las dificultades de la vida, se puede encontrar el verdadero sentido de la acción humana en el servicio desinteresado a los demás.
Lo importante es participar en esa maratón.
Y resulta reconfortante que en ese empeño – a veces tan arduo y lleno de sinsabores – no estemos solos. Unos nos llevan la delantera y nos indican el rumbo de un camino que se va haciendo al andar como dice Machado. Son incontables los que luchan por esos ideales, la mayoría anónimos, formando una suerte de cadena sin fin que se pierde en el horizonte.
Como cristianos Mandela y Baeza esperaron en la vida eterna, es decir, confiados que cuanto hicieron en esta tierra – con 27 años de cárcel uno, y el otro junto a excluidos y perseguidos – multiplicaría misteriosamente la vida, más allá de toda evidencia.
Otros hacen lo mismo sin esa fe.
Más allá de esa diferencia, lo importante es la paz que irradian quienes viven conforme a su conciencia. En su caminar – como nosotros – también hubo momentos en que los asaltó la fatiga. Mandela en prisión leía el siguiente poema: “Desde la noche que me envuelve/negra como un pozo insondable/doy gracias al Dios que fuere/por mi alma inconquistable”. La fortaleza le venía de ese espíritu irreductible que irradiaba libertad.
Mandela en el juicio que lo condenó hizo el siguiente alegato, que podría estar en la boca de millones de personas: “He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He albergado el ideal de una sociedad libre y democrática en que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y verlo hecho realidad. Pero, su señoría, si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.Más tarde confesaría que la experiencia de la cárcel mitigó en él cualquier deseo de venganza al conocer a guardias blancos compasivos.
Son incontables las acciones valientes de Alfonso Baeza, algunas al límite de lo imaginable, en dictadura y en democracia. Quiero recordar su empeño por liberar de sus condenas a quienes habiendo cometido crímenes políticos graves llevaban más de 10 años de prisión en duras condiciones. Me refiero a lautaristas, miristas y miembros del FPMR.
Apostaba por su cambio de actitud. Tanto insistió, con el respaldo de la Iglesia, que logramos reunir los votos en el Parlamento para dictar una ley de indulto.Con Alfonso fui varias veces a conversar con los condenados a la cárcel de alta seguridad para indicarles que trabajábamos para que la sociedad les diera una nueva oportunidad.
También Alfonso soñaba con una sociedad democrática y justa y con una Iglesia pobre para los pobres, como dice el papa Francisco. Parte de sus ideales, como los de Mandela, se realizaron.
Pero a medida que se avanza el horizonte se extiende, como enseña El Principito que buscaba siempre la puesta del sol.
Ha llegado la hora de la despedida. También los buenos mueren. Pero dejan un recuerdo imperecedero, que mitiga el dolor y anima a seguir adelante.