Lo sucedido el 17 de noviembre pasado, cuándo poco menos de la mitad del padrón se pronunció por alguna de las nueve alternativas presidenciales, tuvo características especiales, dignas de ser analizadas seriamente.
De un universo electoral de 13 millones 500 mil personas, sólo concurrió el 49, 33% de los electores.
Sabida es la desafección que la ciudadanía siente por los partidos políticos, envueltos hace años en discusiones básicas, ventiladas a través de los medios y protagonizadas por personeros que formulan declaraciones altisonantes, pero vacías de contenidos.Por lo mismo, no debiera sorprender mucho lo sucedido. Sin embargo, resulta imposible desentendernos respecto de la gravedad de lo ocurrido.
Cada uno de nuestros días, de nuestras acciones está regido por decisiones políticas y por ello resulta altamente inconveniente no pronunciarse.Es cierto que la democracia no puede ni debe materializarse sólo en concurrir a votar cada cuatro años, pero si no hacemos ese ejercicio básico ¿cómo esperamos que nuestras voces, nuestros descontentos, nuestras rabias y nuestras preocupaciones sean escuchadas y acogidas?
¿O vamos a pensar que sólo con marchas resolveremos la actual situación o que basta agarrar un spray y salir a grafitear la molestia? Ciertamente no es así.
En sus inicios, la Concertación apostó por adormecer al movimiento social,temerosa de las mil demandas originadas en una dictadura militar de 17 años. Mala apuesta. Malo fue no creer en la gente, peor aún fue ignorar al pueblo.Hoy ese pueblo se levanta para expresarse de múltiples formas: orgánicas, espontáneas, contestatarias.
No votar es una forma de protestar, de expresar una opinión, pero sin duda no la mejor.
¿Qué indica esa abstención? ¿Molestia con el sistema,indiferencia o no sentirse interpretado por ninguna de las nueve candidaturas? Muchas preguntas, pocas respuestas.
El mundo político parece cada día más perplejo; no sabe interpretar a la ciudadanía y difícilmente puede aprender a hacerlo de un día para otro, después de años de ignorarla. Hay discursos, se idean eslóganes que supuestamente “recogen” lo que piensa la gente, pero más de un 50% de esa gente no cree en nadie. ¿Y de quién es la culpa?… esto es simplemente el resultado de décadas de indiferencia y soberbia de una clase política que se convenció de tener todas las respuestas, sin darse la molestia de saber cuáles eran las preguntas.
Y, en este escenario de marginación popular del proceso político, para más remate, el sistema nos obliga a ir a una segunda ronda electoral el próximo 15 de diciembre, contienda en que se medirán la ex presidenta y ex Encargada ONU para la mujer, Michelle Bachelet y la ex senadora y ex ministra del Trabajo, Evelyn Matthei.
La pregunta es ¿para qué? Con más de 21 puntos de diferencia a favor de Bachelet, en la segunda vuelta -o “balotage” como les gusta decir a algunos amigos de anglicismos y galicismos-, no existe posibilidad alguna de un “lo damos vuelta”.
La fuerza de la candidatura de Michelle Bachelet, especialmente en el mundo popular y entre las mujeres es de tal volumen que resulta penoso ver a Matthei hacer un esfuerzo denodado por conquistar voluntades, diciendo a cada audiencia lo que ésta quiera oír.
Nada de lo que diga o prometa tiene importancia. Los dados están tirados. Ni siquiera los debates podrán cambiar lo que está escrito y por ello a la pregunta ¿para qué? debiera sumarse un ¿por qué? Porque tenemos una normativa absurda.
Si en primera vuelta la diferencia es de la magnitud ya conocida para qué gastar tiempo y dinero en otra elección. La disposición que rige en Argentina, en la que gana en primera vuelta quien obtenga más de 45 puntos o más del 40% de los votos con una diferencia porcentual de 10 puntos con respecto a la segunda fórmula es bastante sabia.
En suma, ¿para qué dilatar este proceso si ya hubo una voluntad popular lo suficientemente amplia?
Quizás quede como tarea del gobierno que viene entre los muchos cambios comprometidos, hacer otro relacionado con la forma de elegir a nuestras autoridades, amén de otra forma de considerar a la gente, al pueblo que se resiste a los partidos, pero que tiene algo que decir sobre su entorno, sobre la educación, sobre la forma de resolver sus necesidades.
La tarea de hacer que la gente vuelva a confiar será ardua.El daño que algunos políticos le hicieron a la muy necesaria política es muy grande y en esa tarea el papel protagónico será de los arrepentidos, de los que sean capaces de hacer un mea culpa, pero por sobre todo, de los nuevos políticos que han surgido precisamente de la gente, a partir de sus organizaciones sociales.
En este Chile, tan “adelantado”, sigue pampeando la pobreza, se siguen cometiendo abusos y la gente sigue saliendo a diario a sus trabajos sólo empujados por el amor a su familia, a sus hijos, a sus madres y padres.
Pocos son los que salen impulsados por la creatividad y el emprendimiento, esos son lujos que no están al alcance de quien anda en Transantiago y Metro, servicios que tienen la triste capacidad de matar todo entusiasmo.